sábado, 3 de noviembre de 2007

MARCUSE Y FOUCAULT

MARCUSE: EL CIERRE DEL UNIVERSO DE DISCURSO
(MAPA CONCEPTUAL)
Lenguaje dialéctico o bidimensional ....................................... Lenguaje tecnológico o unidimensional
* Incluye la tensión ............................................................. * Elimina las tensiones y la trascendencia
* Desarrollo ............................................................................... * Contracción
* Despliegue de las contradicciones ...................................... * Absorción de las contradicciones
* Mediación .............................................................................. * Inmediato
* Centralidad del verbo, movimiento .................................... * Centralidad del sustantivo, estático
* Esencias ................................................................................... * Apariencias
* Estructura sintética, unificación ........................................... * Estructura analítica, fragmentación
* Alienación, extrañamiento .................................................... * Familiaridad
* Universal ................................................................................. * Particular, singular
* Conceptos ................................................................................ * Imágenes, representaciones
* Relaciones ................................................................................ * Substancia
* Historia, memoria ................................................................... * Presente, olvido
* Todo, totalidad ........................................................................ * Hechos, particularidad
* Lenguaje abierto ..................................................................... * Lenguaje cerrado
* Lenguaje demostrativo .......................................................... * Lenguaje autoritario, ritual
* Explica, demuestra ................................................................. * Ordena, organiza, induce, controla
* Idealidad y trascendencia del concepto ............................... * Absorción en palabras del cpto.
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MARCUSE: EL CIERRE DEL UNIVERSO DE DISCURSO

GUÍA DE PREGUNTAS

1. ¿Cuáles son los rasgos diferenciales del lenguaje unidimensional y del lenguaje dialéctico? 2. ¿En qué sentido se afirma que “elementos mágicos y rituales cubren el idioma? [115] 3. Justifique la frase: “el sustantivo domina la oración de manera autoritaria y totalitaria”[117]. 4. ¿A qué se llama “estructura analítica” del lenguaje? [118]. 5. ¿Por qué el dominio de las imágenes impide el pensamiento crítico? [123, +125, +127]. 6. ¿En qué se basa la validez del lenguaje unidimensional? 7. ¿Qué relación encuentra entre la dialéctica y la historia? 8. ¿En qué medida el lenguaje es un instrumento de control? [133]. 9. Diferencie conceptos de hechos/imágenes.

FOUCAULT: EL ORDEN DEL DISCURSO

GUÍA DE PREGUNTAS:

1. ¿Cuál es la hipótesis que guía la investigación de Foucault? 2. ¿Cuáles son los procedimientos de exclusión desde el exterior? [11] Caracterice y ejemplifique. 3. ¿En qué sentido la oposición entre lo verdadero y lo falso es una forma de exclusión? 4. ¿Por qué se dice que “la voluntad de verdad tiende a ejercer sobre los otros discursos una especie de presión y como un poder de coacción”? [18] 5. ¿Cuáles son los procedimientos de exclusión internos? [21] Caracterice y ejemplifique. 6. ¿Cuáles son los procedimientos de control por determinación de las condiciones de utilización? Caracterice y ejemplifique.

LACLAU: POSTMARXISMO SIN PEDIDO DE DISCULPAS


4
POSMARXISMO SIN PEDIDO DE DISCULPAS
(con Chantal Mouffe)
¿Por qué debemos hoy repensar el proyecto socialista? En Hegemonía y estrategia socialista señalamos algunas de las razones. Si querernos intervenir en la historia de nuestro tiempo y no hacerlo ciegamente, debemos esclarecer en la medida de lo posible el sentido de las luchas en las que participamos y de los cambios que están teniendo lugar ante nuestros ojos. Es necesario, por consiguiente, templar nuevamente las “armas de la crítica”. La realidad histórica a partir de la cual el proyecto socialista es hoy reformulado es muy diferente de aquella de hace tan sólo unas pocas décadas, y sólo cumpliremos con nuestras obligaciones de socialistas y de intelectuales si somos plenamente conscientes de esos cambios y persistimos en el esfuerzo de extraer todas sus consecuencias al nivel de la teoría. El “obstinado rigor” que Leonardo proponía como regla para el trabajo intelectual debe ser nuestra única guía en esta tarea, y ella no deja espacio para estratagemas complacientes, estratagemas que buscan tan sólo salvaguardar una ortodoxia perimida.
Dado que en nuestro libro nos hemos referido a las más importantes de estas transformaciones históricas, necesitamos aquí tan sólo enumerarlas: transformaciones estructurales del capitalismo que han conducido a la declinación de la clase obrera clásica en los países posindustriales: penetración crecientemente profunda de las relaciones capitalistas de producción en vastas áreas de la vida social, cuyos efectos dislocatorios —conjuntamente con aquellos derivados de las formas burocráticas que han caracterizado al Estado de bienestar— han generado nuevas formas de protesta social; la crisis y el descrédito del modelo de sociedad implementado en los países del llamado “socialismo actualmente existente”, lo que incluye la denuncia de las nuevas formas de dominación establecidas en nombre de la dictadura del proletariadoNo hay motivos, en todo esto, para lamentarse. El hecho de que cualquier reformulación del socialismo deba hoy partir de un horizonte de experiencias más diversificado, complejo y contradictorio que el de hace cincuenta años —ni que hablar del de 1914, 1871 o 1848— es un desafío a la imaginación y a la creatividad política. La desesperanza en estas cuestiones es sólo propia de aquellos que, por usar una frase de J. B. Pestley, han vivido por años en un paraíso de tontos y ahora, súbitamente, necesitan crearse un infierno de tontos. Estamos viviendo, por el contrario, uno de los momentos más excitantes del siglo: el momento en que nuevas generaciones, sin los prejuicios del pasado, sin teorías que se presentan a sí mismas como verdades absolutas de la historia, están construyendo nuevos discursos emancipatorios, más humanos, diversificados y democráticos. Las ambiciones escatológicas y epistemológicas son más modestas, pero las aspiraciones de liberación son más amplias y profundas.
Repensar el socialismo en estas nuevas condiciones requiere, en nuestra opinión, dos pasos sucesivos. El primero es aceptar, en toda su radical novedad, las transformaciones del mundo en que vivimos —es decir ni ignorarlas ni distorsionarlas a los efectos de hacerlas compatibles con esquemas perimidos que nos permitan seguir habitando formas de pensamiento que repitan las viejas fórmulas. El segundo es partir de esta plena inserción en el presente —en sus luchas, sus desafíos, sus peligros— para interrogar el pasado: buscar en él la genealogía de la situación presente, reconocer en él la presencia —al principio marginal y borrosa— de problemas que son los nuestros y, como consecuencia, establecer con ese pasado un diálogo que se organiza en torno de continuidades y discontinuidades, identificaciones y rupturas. Es de este modo, haciendo del pasado una realidad pasajera y contingente, y no un origen absoluto, que una tradición se constituye.
En nuestro libro hemos intentado contribuir a esta tarea, que hoy día tiene lugar a partir de diferentes tradiciones y en diferentes latitudes. En casi todos los casos hemos recibido un estímulo intelectual importante de nuestros comentaristas. Slavoj Žižek, por ejemplo, ha enriquecido nuestra teoría de los antagonismos sociales señalando su relevancia para varios aspectos de la teoría lacaniana. Andrew Ross ha indicado la especificidad de nuestra línea de argumentación en relación con varios intentos, en los Estados Unidos, de abordar problemas similares, y la ha ubicado dentro del marco general del debate en torno de la posmodernidad. Alastair Davidson ha caracterizado el nuevo clima intelectual marxista del que nuestro libro forma parte. Stanley Arnnowitz ha hecho algunas críticas amistosas e interesantes desde la perspectiva de la tradición intelectual de la izquierda norteamericana. Philip Derbyshire ha subrayado correctamente el lugar teórico de nuestro texto en la disolución del esencialismo, tanto político como filosófico. David Forgacs ha planteado un serie de cuestiones importantes acerca de las implicaciones políticas de nuestro libro, que esperamos responder en futuros trabajos.
Sin embargo, han habido también ataques procedentes —como era de esperarse— de los epígonos marchitos de la ortodoxia marxista. En este artículo responderemos a las críticas de un miembro de esta tradición: Nornam Geras. La razón de nuestra elección es que Geras —en un gesto extremadamente inusual en este tipo de literatura— ha hecho sus “deberes”: ha leído nuestro texto detenidamente y ha presentado un argumento exhaustivo como respuesta. Sus méritos, sin embargo, terminan ahí. El ensayo de Geras está bien enraizado en el género literario al cual pertenece: el panfleto de denuncia. Su opinión sobre nuestro libro no presenta la menor ambigüedad: él es “libertino”, “disoluto”, “fatuo”, “sin atención a consideraciones normales de lógica, de evidencia o de la proporción debida”: es un “idealismo vergonzante”, un vacío intelectual”, oscurantismo’. “privado de todo control razonable”, “privado de un sentido adecuado de mesura o modestia”; él se embarca en “elaboradas sofisterías teóricas”, en “manipular conceptos” y en “citas tendenciosas”. Después de esto dedica cuarenta páginas (un tercio del número de Mayo/Junio de 1987 de New Left Review) a un análisis detenido de una obra de tan poco valor. Además, y pese al hecho de que Geras no nos conoce personalmente, él está absolutamente seguro de los motivos psicológicos que nos han conducido a escribir el libro: —“la presión... de la edad y del estatus profesional”; “las presiones políticas de los tiempos... no muy adecuadas, al menos en Occidente, para el mantenimiento de ideas revolucionarias”: “la atracción de la moda intelectual”; “el así llamado realismo, la resignación o el puro y simple interés personal’’, etc.— aceptando, sin embargo, que estas motivaciones perversas no están “calculadas conscientemente para obtener ventajas” (Gracias, Geras.) Le corresponde al lector, por supuesto decidir qué pensar de un autor que abre una discusión intelectual usando un lenguaje semejante y una semejante avalancha de argumentos ad hominem. Por nuestra parte, diremos solamente que no estamos dispuestos a entrar en un juego de invectivas y contrainvectivas; declaramos, por consiguiente, desde el comienzo que no sabemos cuáles son las motivaciones psicológicas que mueven a Geras a escribir lo que escribe y que dado que no somos sus psiquiatras, no estamos en absoluto interesados en ellas. Sin embargo, Geras también hace una serie de críticas sustantivas —si bien no sustanciales— de nuestro libro y es a estos aspectos de su ensayo a los que nos referiremos. Consideraremos en primer término su crítica a nuestro enfoque teórico y luego pasaremos a sus puntos referentes a la historia del marxismo y a los problemas políticos que nuestro libro aborda. Comencemos con la categoría central de nuestro análisis: el concepto de discurso.
Discurso
La cantidad de absurdos e incoherencias que el ensayo de Geras presenta acerca de este tema es tal, que es simplemente imposible usar su presentación crítica como marco para nuestra respuesta. Describiremos, por consiguiente, en forma breve nuestra concepción del espacio social como discursivo, y luego la confrontaremos con las críticas de Geras.
Supongamos que estoy construyendo un muro con otro albañil. En un cierto momento le pido a mi compañero que me pase un ladrillo y luego pongo este último en el muro. El primer acto —pedir el ladrillo—es lingüístico; el segundo —poner el ladrillo en la pared— es extralingüístico[1]. Al establecer la distinción entre los dos actos en términos de la oposición lingüístico/extralingüístico, ¿agoto la realidad de ambos? Evidentemente no, porque a pesar de su diferenciación en esos términos, ambas acciones comparten algo que permite compararlas, y es el hecho de que ambas son parte de una operación total que es la construcción de la pared. ¿Cómo caracterizamos entonces a esta totalidad, de la cual pedir el ladrillo y ponerlo en la pared son momentos parciales? Obviamente, si esta totalidad incluye dentro de sí elementos lingüísticos y no lingüísticos, ella debe ser anterior a esta distinción. Esta totalidad que incluye dentro de sí a lo lingüístico y a lo extra- lingüístico, es lo que llamamos discurso. En un momento justificaremos esta decisión; pero lo que debe estar claro desde el comienzo es que por discurso no entendemos una combinación de habla y de escritura, sino que, por el contrario, el habla y la escritura son tan sólo componentes internos de las totalidades discursivas.
Volviendo ahora al término “discurso”, lo usarnos para subrayar el hecho de que toda configuración social es una configuración significativa. Si pateo un objeto esférico en la calle o si pateo una pelota en un partido de fútbol, el hecho físico es el mismo, pero su significado es diferente. El objeto es una pelota de fútbol sólo en la medida en que él establece un sistema de relaciones con otros objetos, y estas relaciones no están dadas por la mera referencia material de los objetos sino que son, por el contrario, socialmente construidas.
Este conjunto sistemático de relaciones es lo que llamamos discurso. El lector advertirá, sin duda, que como lo hemos mostrado en nuestro libro, el carácter discursivo de un objeto no implica en absoluto poner su existencia en cuestión. El hecho de que una pelota de fútbol sólo es tal en la medida en que está integrada a un sistema de reglas socialmente construidas no significa que ella deja de existir como objeto físico. Una piedra existe independientemente de todo sistema de relaciones sociales, pero es, por ejemplo, o bien un proyectil o bien un objeto de contemplación estética, sólo dentro de una configuración discursiva específica. Un diamante en el mercado o en el fondo de una mina es el mismo objeto físico; pero, nuevamente, es sólo una mercancía dentro de un sistema determinado de relaciones sociales. Es por la misma razón que es el discurso el que constituye la posición del sujeto como agente social, y no, por el contrario, el agente social el que es el origen del discurso —el mismo sistema de reglas que hace de un objeto esférico una pelota de fútbol, hace de mí un jugador. La existencia de los objetos es tan independiente de su articulación discursiva, que podemos hacer de esta mera existencia -es decir, de una existencia extraña a todo significado—el punto de partida del análisis social. Esto es precisamente lo que el conductismo, que es la antípoda de nuestro enfoque, hace. De todos modos, es al lector a quien corresponde decidir de qué modo podemos describir mejor la construcción de un muro: o bien partiendo de la totalidad discursiva de la que cada una de sus operaciones parciales es un momento provisto de sentido, o bien usando descripciones tales como: X emitió una serie de sonidos; Y dio un objeto cúbico a X; X incorporó este objeto cúbico a un conjunto de otros objetos cúbicos, etcétera.
Esto, sin embargo, deja dos problemas irresueltos. El primero es este: ¿no es necesario establecer aquí una distinción entre significado y acción? Incluso si aceptamos que el significado de una acción depende de una configuración discursiva, ¿no es la acción como tal algo diferente de ese significado? Consideremos el problema desde dos ángulos diferentes. Aquí la distinción clásica es entre semántica —que trata con el significado de las palabras—; sintaxis —que trata con el orden de las palabras y sus consecuencias para el significado; y pragmática —que se ocupa del modo en que una palabra es usada en diferentes contextos de habla. El punto clave es determinaren qué medida puede establecerse una separación rígida entre semántica y pragmática —es decir, entre significado y uso. A partir de Wittgenstein es precisamente esta separación la que se ha tornado crecientemente borrosa. Se ha pasado a aceptar, de más en más, que el significado de una palabra es enteramente dependiente de un contexto. Como lo señala Hanna Fenichel Pitkin:
Wittgenstein sostiene que significado y uso están íntima, inextricablemente relacionados, porque el uso ayuda a determinar el sentido. El sentido es aprendido y conformado por las instancias de uso: por consiguiente, tanto su aprendizaje como su configuración dependen de la pragmática... El significado semántico se constituye a partir de casos del uso de una palabra, que incluye los muchos y variados juegos de lenguaje en que aquél entra; por consiguiente, el significado es en buena medida el producto de la pragmática[2].
El uso de un término es un acto y en este sentido forma parte de la pragmática: por otro lado, el significado sólo se constituye en los contextos de uso efectivo del término: en tal sentido su semántica depende enteramente de su pragmática, de la que puede ser separada —si esto es en absoluto posible— sólo de un modo analítico. Es decir que, en nuestra terminología, toda identidad u objeto discursivo se constituye en el contexto de una acción. Pero si enfocamos el problema desde el otro ángulo, toda acción no lingüística también tiene un significado y, en consecuencia, encontrarnos en ella la misma inbricación entre pragmática y semántica que encontramos en el uso de las palabras. Esto nos conduce nuevamente a la conclusión de que la distinción entre elementos lingüísticos y no lingüísticos no se superpone con la distinción entre “significativo” y “no significativo”, sino que la primera es una distinción secundaria que tiene lugar en el interior de las totalidades significativas.
El otro problema a considerar es el siguiente: incluso si aceptamos que hay una ecuación estricta entre lo social y lo discursivo, ¿qué podemos decir acerca del mundo natural, acerca de los hechos de la física, de la biología o la astronomía, que no están aparentemente integrados en totalidades significativas construidas por los hombres? La respuesta es que los hechos naturales son también hechos discursivos. Y lo son por la simple razón de que la idea de naturaleza no es algo que esté allí simplemente dado, para ser leído en la superficie de las cosas, sino que es ella misma el resultado de un lenta y compleja construcción histórica y social. Denominar a algo como objeto natural es una forma de concebirlo que depende de un sistema clasificatorio. Una vez más, esto no pone en cuestión el hecho de que esta entidad que llamamos “piedra” exista, en el sentido de que esté presente aquí y ahora, independientemente de mi voluntad; no obstante, el hecho de que sea una “piedra” depende de un modo de clasificar los objetos que es histórico y contingente. Si no hubiera seres humanos sobre la Tierra, estos objetos que llamamos piedras estarían pese a todo allí; pero no serían “piedras” porque no habría ni mineralogía ni un lenguaje capaz de clasificarlos y de distinguirlos de otros objetos. No necesitamos detenemos largamente en este punto. Todo el desarrollo de la epistemología contemporánea ha establecido que no hay ningún hecho cuyo sentido pueda ser leído transparentemente. La crítica de Popper al verificacionismo ha mostrado que no hay ningún hecho que pueda probar una teoría, dado que no hay garantías de que ese hecho no pueda ser explicado de un modo más adecuado —es decir, determinado en su sentido— por una teoría posterior y más comprensiva. (Esta línea de pensamiento ha ido mucho más allá de los límites del popperismo: baste mencionar el avance representado por los paradigmas de Kuhn y por el anarquismo epistemológico de Feyerabend). Y lo que es válido para las teorías científicas también se aplica a los lenguajes cotidianos que clasifican y organizan los objetos.
Las cuatro tesis de Geras
Podemos pasar ahora a las críticas de Geras. Ellas se estructuran en tomo de cuatro tesis básicas: (1) que la distinción entre lo discursivo y lo extra- discursivo coincide con la distinción entre los campos de lo hablado, escrito o pensado, por un lado, y el campo de una realidad externa, por el otro; (2) que afirmar el carácter discursivo de un objeto significa negar la existencia de la entidad designada por ese objeto discursivo; (3) que negar la existencia de puntos de referencia extradiscursivos es caer en el abismo sin fondo del relativismo: (4) que afirmar el carácter discursivo de todo objeto es incurrir en una de las formas más típicas de idealismo. Veamos.
Podemos tratar conjuntamente las dos primeras tesis. Geras escribe:
Que todo objeto es constituido como objeto de discurso significa que todos los objetos reciben su ser, o son lo que son, gracias al discurso; lo que equivale a decir (¿no es verdad?) que no hay objetividad o realidad prediscursiva, que los objetos acerca de los cuales no se habla, escribe o piensa no existen[3].
A la cuestión planteada entre paréntesis “(¿no es verdad?)”, la respuesta es, simplemente “no, no es verdad”. El lector que ha seguido nuestro texto hasta este punto no tendrá dificultad en entender por qué. Porque—volviendo a nuestro ejemplo anterior— que una piedra sea un proyectil, o un martillo, o un objeto de contemplación estética depende de sus relaciones conmigo —depende, en consecuencia, de formas precisas de articulación discursiva— pero la mera existencia de la piedra como entidad, el mero sustrato material o existencial no está en una tal dependencia. Es decir, que Geras está incurriendo en una confusión elemental entre el ser (esse) de un objeto, que es histórica y cambiante, y la entidad (ens) de tal objeto, que no lo es. Ahora bien, en nuestro intercambio con el mundo los objetos nunca nos son dados como entidades meramente existenciales, ellos se nos dan siempre dentro de articulaciones discursivas. La madera será materia prima o parte de un producto manufacturado u objeto de contemplación en un bosque u obstáculo que nos impida avanzar, la montaña será protección contra un ataque enemigo o lugar de una excursión turística o fuente para la extracción de minerales, etcétera. La montaña no sería ninguna de estas cosas si yo no estuviera aquí: pero esto no significa que la montaña no exista. Es porque ella existe que puede ser todas estas cosas; pero ninguna de ellas se sigue necesariamente de su mera existencia. Y como miembro de una cierta comunidad, nunca me encontraré con el objeto en su nuda existencia —tal noción es una mera abstracción; esa existencia se dará siempre, por el contrario, articulada dentro de totalidades discursivas. El segundo error en el que Geras incurre es el de reducir lo discursivo a una cuestión de habla, escritura o pensamiento, mientras que nuestro texto afirma explícitamente que, en la medida en que toda acción extralingüística es significativa, ella es también discursiva. La crítica, por lo tanto, es totalmente absurda; ella implica cambiar nuestro concepto de discurso en mitad del argumento y establecer una identificación arbitraria entre el ser de un objeto y su existencia. Con todas estas tergiversaciones es evidentemente muy fácil atribuir imaginarias incoherencias a nuestro texto.
La tercera crítica—el relativismo— no es mucho mejor. En primer lugar, el “relativismo” es, en buena medida, una invención de los fundamentalistas. Como Richard Rorty lo ha señalado,
“Relativismo” es la concepción según la cual toda creencia acerca de un tema, o quizás acerca de todo tema es tan buena como cualquier otra. Nadie defiende esta concepción... Los filósofos que son llamados “relativistas” son aquellos que sostienen que los fundamentos para elegir entre tales opiniones son menos algorítmicos de lo que se había pensado... Por lo tanto el verdadero diferendo no es entre gente que piensa que un punto de vista es tan bueno como otro y gente que piensa lo opuesto. Es entre gente que piensa que nuestra cultura, u objetivos, o intuiciones no pueden ser sostenidos más que de un modo conversacional, y gente que aún busca algún otro tipo de sostén[4].
El relativismo es, en los hechos, un falso problema. Sería relativista una posición que afirmara que es lo mismo pensar que “A es B” o que “A no es B”; es decir, que se trata de una discusión relativa al ser de los objetos. Sin embargo, como hemos visto, fuera de todo contexto discursivo los objetos no tienen ser; tienen sólo existencia. En consecuencia, la acusación del anti-relativista carece de sentido, ya que ella presupone que hay un ser de las cosas como tales respecto del cual el relativista proclama o bien su indiferencia o bien su inaccesibilidad. Pero, según hemos sostenido, las cosas sólo tienen ser dentro de una cierta configuración discursiva o “juego de lenguaje”, como Wittgenstein la llamara. Sería absurdo, desde luego, preguntarse hoy si “ser un proyectil” es parte del verdadero ser de la piedra (aunque la cuestión tendría cierta legitimidad dentro de la metafísica platónica): la respuesta será, obviamente: depende de cómo usemos las piedras. Por la misma razón sería absurdo preguntarse si, fuera de toda teoría científica, la estructura atómica es el “verdadero ser” de la materia —la respuesta será que la teoría atómica es un modo que tenemos de clasificar ciertos objetos, pero que estos están abiertos a diferentes formas de conceptualización que puedan surgir en el futuro. En otras palabras, la “verdad”, factual o de otro tipo, acerca del ser de los objetos se constituye dentro de un contexto teórico y discursivo, y la idea de una verdad fuera de todo contexto carece simplemente de sentido.
Concluyamos este punto identificando el estatus del concepto de discurso. Si el ser —a diferencia de la existencia— de todo objeto se constituye en el interior de un discurso, no es posible diferenciar en términos de ser lo discursivo de ninguna otra área de la realidad. Lo discursivo no es, por consiguiente, un objeto entre otros objetos (aunque, por supuesto, los discursos concretos lo son) sino un horizonte teórico. Ciertas cuestiones referentes a la noción de discurso carecen, por lo tanto, de sentido porque ellas sólo pueden formularse acerca de objetos en el interior de un horizonte, no acerca del horizonte como tal. La siguiente observación de Geras puede ser incluida en esta categoría:
Uno puede señalar nuevamente, por ejemplo, cómo absolutamente todo—sujetos, experiencia, identidades, luchas, movimientos— tiene condiciones discursivas de posibilidad”, mientras que cuáles son las condiciones de posibilidad del discurso como tal no preocupa a los autores lo suficiente como para dedicarle alguna consideración[5].
Esto es absurdo. Si lo discursivo es equivalente al ser de los objetos —el horizonte, por consiguiente, de constitución del ser de todo objeto— la cuestión acerca de las condiciones de posibilidad del ser del discurso carece de sentido. Sería lo mismo que preguntar a un materialista por las condiciones de posibilidad de la materia, o a un teísta por las condiciones de posibilidad de Dios.
Idealismo y materialismo
La cuarta crítica de Ceras se refiere al problema del idealismo y debemos considerarla de modo más detallado. La primera condición para tener una discusión racional es, desde luego, que el significado de los términos que uno usa sea claro. La elucidación conceptual de la oposición idealismo/materialismo es particularmente importante no sólo a causa de la amplia variedad de contextos en que ha sido usada, sino también del hecho de que estos contextos se han superpuesto a menudo, lo que ha conducido a innumerables confusiones. La oposición idealismo/materialismo ha sido usada en el intento de referirse, en términos generales, a tres tipos diferentes de problema.
1. El problema de la existencia o no existencia de un mundo de objetos externos al pensamiento. Este es un error muy popular en el que Geras incurre a lo largo de toda su discusión. Porque la distinción aquí no es entre idealismo y materialismo sino entre idealismo y realismo. Una filosofía como la de Aristóteles, por ejemplo, que ciertamente no es materialista en ningún sentido posible del término, es claramente realista. Lo mismo puede decirse de la filosofía de Platón, dado que para él las Ideas existen en un lugar ultraterreno, donde la mente las contempla como algo externo a sí misma. En este sentido, el conjunto de la filosofía antigua fue realista, ya que no puso en cuestión la existencia de un mundo externo al pensamiento —dio a este último por supuesto. Tenemos que llegar al a Edad Moderna, a una filosofía como la de Berkeley, para encontrar una total subordinación de la realidad externa al pensamiento. Sin embargo, es importante advertir que en este sentido el idealismo absoluto de Hegel, lejos de negar la realidad de un mundo externo, es su afirmación más inequívoca. Como Charles Taylor lo ha afirmado:
Este [idealismo absoluto] es paradójicamente muy diferente de todas las otras formas de idealismo, que tienen a negar la realidad externa, o la realidad material. En la forma extrema de la filosofía de Berkeley, tenemos una negación de la materia en favor de una radical dependencia de la mente —de la de Dios, por supuesto, no de la nuestra. El idealismo de Hegel, lejos de negar la realidad material externa, es su afirmación más completa: esta última no sólo existe sino que existe necesariamente[6].
Si esta es la cuestión de la que se trata nuestra posición es, por consiguiente, inequívocamente realista, pero esto tiene poco que ver con la cuestión del materialismo.
2. Lo que en verdad distingue al idealismo del materialismo es su afirmación del carácter en última instancia conceptual de lo real; por ejemplo, en Hegel, la afirmación de que todo lo real es racional. Idealismo, por lo tanto, en el sentido en que él se opone a materialismo y no a realismo, no es la afirmación de que no existan objetos externos a la mente, sino la afirmación muy distinta de que la naturaleza más profunda de estos objetos es idéntica a la de la mente —es decir, que es en última instancia pensamiento. (No pensamiento de las mentes individuales, por supuesto: ni siquiera de un Dios trascendente, sino pensamiento objetivo). Ahora bien, si bien el idealismo en este segundo sentido sólo se da en una forma plenamente coherente y desarrollada en Hegel, los filósofos de la antigüedad son también predominantemente idealistas. Tanto Platón como Aristóteles identificaron la realidad última de un objeto con su forma —es decir, con algo “universal”, y por ende conceptual. Si digo que este objeto que esté frente a mí es rectangular, marrón, una mesa, un objeto, etc., cada una de estas determinaciones puede ser también aplicada a otros objetos —ellas son por consiguiente “universales”, es decir, forma. Pero, ¿qué podemos decir acerca del “esto” individual que recibe todas estas determinaciones? Obviamente él es irracional e incognoscible, puesto que conocerlo sería subsumirlo bajo una categoría universal. Este último residuo, que es irreductible al pensamiento, es lo que los filósofos antiguos llamaron materia. Y fue precisamente este residuo el que fue eliminado por una filosofía idealista coherente como la de Hegel: ella afirmó la racionalidad completa de lo real y se constituyó así como idealismo absoluto.
Es decir, que la forma es, al mismo tiempo, el principio organizador de la mente y la realidad última del objeto. Como se ha señalado, la forma
atraviesa las categorías de la epistemología y de la ontología, dado que el ser de lo particular es él mismo definido exhaustivamente de acuerdo con los requerimientos del conocimiento... Pensamiento, palabra y cosa son definidas en relación con la forma inteligible, y la forma inteligible está en una relación de definición recíproca con el concepto de entidad.
La verdadera línea divisoria entre idealismo y materialismo es, por consiguiente, la afirmación o negación de la reductibilidad en la última instancia de lo real al concepto. (Por ejemplo, una filosofía como la del Wittgenstein temprano, que presentaba una teoría pictórica del lenguaje en la que este último compartía la misma “forma lógica” de la cosa, se ubica enteramente en el campo idealista.) Es importante advertir que, desde este punto de vista, lo que tradicionalmente ha sido denominado “materialismo” es también en buena parte idealista. Hegel sabía esto tan bien que en su Gran lógica el materialismo es presentado como una de las primeras y más crudas formas de idealismo, ya que supone la identidad entre conocimiento y ser. (Véase Gran lógica. Primera sección, Capítulo dos, “observación” final) Comentando este pasaje, W. T. Stace señala
El atomismo alega que esta cosa, el átomo, es la realidad final. Aceptémoslo ¿Pero qué es esta cosa? No es nada sino un conjunto de universales, tales como, por ejemplo, “indestructible”, “indivisible”, “pequeño”, “redondo”, etcétera, todos estos son universales, o pensamientos. El mismo “átomo” es un concepto. De modo que incluso de este materialismo surge el idealismo[7].
¿Dónde encaja Marx en todo esto? La respuesta no puede ser sin ambigüedades. En un sentido, Marx permanece claramente dentro del campo idealista—es decir, dentro de la afirmación final de la racionalidad de lo real. La bien conocida inversión de la dialéctica no puede dejar de reproducir la estructura de esta última. Afirmar que la ley de movimiento de la historia está dada no por el cambio de las ideas en la mente de los hombres sino por la contradicción, en cada etapa, entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción existentes, no cambia en nada las cosas. Porque lo que es idealista no es la afirmación de que la ley de movimiento de la historia sea una en lugar de la otra, sino la misma idea de que hay una ley final de movimiento que puede ser conceptualmente aprehendida. Afirmar la transparencia de lo real al concepto es equivalente a afirmar que lo real es “forma”. Por esta razón las tendencias más deterministas dentro del marxismo son también las más idealistas, ya que basan sus análisis y predicciones en leyes inexorables que no son inmediatamente legibles en la superficie de la vida histórica; ellas deben basarse en la lógica interna de un modelo conceptual cerrado y transformar a ese modelo en la esencia (conceptual) de lo real.
3. Esta no es, sin embargo, toda la historia. En un sentido que debemos definir más precisamente hay en Marx un claro movimiento para apartarse del idealismo. Pero antes de discutirlo, debemos caracterizar la estructura e implicaciones de todo movimiento que intenta abandonar una posición idealista. Como hemos dicho, la esencia del idealismo es la reducción de lo real al concepto (la afirmación de la racionalidad de lo real o, en términos de la filosofía antigua, la afirmación de que la realidad de un objeto —en tanto distinta de su existencia— es forma). Este idealismo puede adoptar la estructura que encontramos en Platón y Aristóteles —la reducción de lo real a un universo jerárquico de formas estáticas; o se puede, como lo hace Hegel introducir en él el movimiento —a condición, desde luego, de que sea el movimiento del concepto y que permanezca así enteramente dentro del reino de la forma. Pero esto, sin embargo, ya nos indica claramente que todo movimiento que se aparte del idealismo debe debilitar sistemáticamente las pretensiones de la forma a agotar la realidad del objeto (es decir, las pretensiones de lo que Heidegger y Derrida han llamado la “metafísica de la presencia”). Pero este debilitamiento no puede implicar solamente la existencia de la cosa fuera del pensamiento, dado que este “realismo” es perfectamente compatible con el idealismo en nuestro segundo sentido. Como se ha señalado:
lo que es significativo desde un punto de vista desconstructivo es que el objeto sensible, incluso en un “realista” como Aristóteles, es impensable excepto en relación con la forma inteligible. Aquí la frontera crucial para Aristóteles, y para la filosofía en general, no separa al pensamiento de la cosa sino, en cada una de ambos, a la forma de la ausencia de forma o de lo indefinido[8].
La inestabilidad de los objetos
No es posible, por lo tanto, abandonar al idealismo mediante una simple apelación al objeto externo dado que (1) esto es compatible con la afirmación de que el objeto es forma, con lo cual se permanece dentro del campo del idealismo y de la metafísica más tradicional; y (2) si buscamos refugio en la mera “existencia” del objeto, en el “esto” más allá de toda predicación, no podemos decir nada acerca del mismo. Pero aquí se abre inmediatamente otra posibilidad. Hemos visto que el “ser” de los objetos es diferente de su mera existencia, y que los objetos nunca se dan como meras “existencias” sino siempre articulados dentro de totalidades discursivas. Pero en tal caso es suficiente mostrar que ninguna totalidad discursiva es enteramente autocontenida —que siempre habrá un exterior que la distorsiona y le impide constituirse enteramente a sí misma— para ver que la forma y la esencia de los objetos están penetradas por una inestabilidad y precariedad básicas, y que estas constituyen su más esencial posibilidad. Este es exactamente el punto en que el abandono del idealismo comienza.
Consideremos el problema con mayor detenimiento. Tanto Wittgenstein como Saussure rompieron con lo que puede denominarse una teoría referencial del sentido —es decir, la idea de que el lenguaje es una nomenclatura que está en una relación de uno a uno con los objetos. Ellos mostraron que la palabra “padre”, por ejemplo, sólo adquiere su significado porque las palabras “madre”, “hijo”, etc., también existen. La totalidad del lenguaje es, por consiguiente, un sistema de diferencias en el que la identidad de los elementos es puramente relacional. De ahí que todo acto individual de significación implique a la totalidad del lenguaje (en términos derridianos, la presencia de algo tiene siempre las huellas de algo distinto que esta ausente). Este carácter puramente relacional o diferencial no es exclusivo, desde luego, de las identidades lingüísticas sino que es propio de todas las estructuras significativas —es decir, de todas las estructuras sociales. Esto no significa que todo sea lenguaje en el sentido restrictivo de habla o escritura sino, más bien, que la estructura relacional o diferencial del lenguaje caracteriza a todas las estructuras significativas. Por lo tanto, si toda identidad es diferencial, es suficiente que el sistema de diferencias no sea cerrado, que esté expuesto a la acción de estructuras discursivas externas para que una identidad (es decir, el ser, no la existencia de las cosas) sea inestable. Esto es lo que muestra la imposibilidad de atribuir al ser de los objetos el carácter de una esencia fija, y lo que hace posible el debilitamiento de la forma, que constituía la piedra angular de la metafísica tradicional. Los hombres construyen socialmente su mundo, y es a través de esta construcción —siempre precaria e incompleta— que ellos dan a las cosas su ser[9]. Hay, pues, un tercer sentido de la oposición idealismo/materialismo que no está relacionado ni con el problema de la existencia externa de los objetos ni con una contraposición rígida entre forma y materia en que esta última es concebida como lo “individual existente”. En esta tercera oposición, un mundo de formas fijas que constituiría la realidad última de un objeto (idealismo) es puesto en cuestión por el carácter relacional, histórico y precario del mundo de las formas (materialismo). Para este último, en consecuencia, no hay posibilidad de eliminar el hiato entre “realidad” y “existencia”. Aquí hay, estrictamente hablando, dos estrategias conceptuales posibles: o bien considerar a “idealismo” y “materialismo” como dos variantes de “esencialismo”; o bien considerar que todo esencialismo, por subordinarlo real al concepto, es idealismo, y presentar al materialismo como una categoría que engloba a los varios intentos de romper con esta subordinación. Desde luego que ambas estrategias son perfectamente legítimas.
Volvamos en este punto a Marx. En su obra se da el comienzo, pero sólo el comienzo, de un movimiento en la dirección del materialismo. Su “materialismo” está ligado a su relacionalismo radical: las ideas no constituyen un mundo cerrado y autogenerado, sino que están enraizadas en el conjunto de las condiciones materiales de la sociedad. Sin embargo, su movimiento en una dirección relacionalista es débil y no trasciende, en realidad, los límites del hegelianismo (un hegelianismo invertido continúa siendo hegeliano). Analicemos estos dos momentos:
1. Un posible modo de entender este encastramiento de las ideas en las condiciones materiales de la sociedad sería en términos de totalidades significativas. El “Estado” o las “ideas” no serían entidades autoconstituidas sino “diferencias” en el sentido saussuriano, cuya sola identidad se constituye relacionalmente con otras diferencias tales como “fuerzas productivas”, “relaciones de producción”, etc. El progreso “materialista” de Marx sería haber mostrado que el área de diferencias sociales que constituye las totalidades significantes es mucho más amplia y profunda de lo que hasta entonces se había supuesto; que la reproducción material de la sociedad es también una parte de las totalidades discursivas que determinan el sentido de las formas más “sublimes” de la vida política e intelectual. Esto nos permite superar los problemas aparentemente insolubles vinculados con la relación base/superestructura; si el Estado, las ideas, las relaciones de producción, etc., tienen identidades puramente diferenciales, la presencia de cada uno de ellos involucrará la presencia de los otros —como la presencia de “padre” involucra la presencia de “hijo”, “madre”, etcétera. En este caso, ninguna teoría causal acerca de la eficacia de un elemento sobre los otros es necesaria. Esta es la intuición que subyace a la categoría gramsciana de “bloque histórico”: el movimiento histórico no se explica por leyes de transformación de la historia sino por el lazo orgánico entre base y superestructura.
2. Sin embargo, este radical relacionalismo de Marx es traducido inmediatamente en términos idealistas. “No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia”[10]. Esto puede ser leído, desde luego, como una reintegración de la conciencia a la existencia, pero la expresión no puede ser más desafortunada, puesto que si la existencia social determina la conciencia, en ese caso la conciencia no puede ser parte de la existencia social.[11] Y cuando se nos dice que la anatomía de la sociedad civil es la economía política, esto sólo puede significar que hay una lógica específica —la lógica del desarrollo de las fuerzas productivas— que constituye la esencia del desarrollo histórico. En otras palabras, el desarrollo histórico puede ser racionalmente aprehendido y es, por lo tanto, forma. No es de extrañarse que el “Prefacio” a la Contribución a la crítica de la economía política describa el desenlace del proceso histórico exclusivamente en términos de la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción: ni es sorprendente que la lucha de clases esté enteramente ausente de este cuadro. Todo esto es perfectamente compatible con las premisas básicas del hegelianismo y del pensamiento metafísico.
Resumamos nuestro argumento en esta sección. (1) La oposición idealismo/materialismo es diferente de la oposición idealismo/realismo. (2) Idealismo y materialismo clásicos son variantes de un esencialismo fundado en la reducción de lo real a forma. Por consiguiente, Hegel está perfectamente justificado al ver en el materialismo una forma cruda e imperfecta de idealismo. (3) Un abandono del idealismo no puede fundarse en la existencia del objeto, porque nada se sigue de esta existencia. (4) Tal abandono debe, por el contrario, fundarse en un sistemático debilitamiento de la forma, que consiste en mostrar el carácter histórico, contingente y construido del ser de los objetos y en mostrar que esto depende de la reinserción de ese ser en el conjunto de las condiciones relacionales que constituyen la vida de la sociedad como un todo. (5) En este proceso, Marx constituye un momento de transición: por un lado él mostró que el sentido de toda realidad humana se deriva de un mundo de relaciones sociales mucho más vasto que lo que anteriormente se había percibido: pero, por otro lado, concibió a esta lógica relacional que liga a las varias esferas en términos claramente esencialistas o idealistas.
Así se aclara un primer sentido de nuestro posmarxismo. El consiste en profundizar ese momento relacional que Marx, pensando desde una matriz hegeliana y, en todo caso, propia del siglo XIX, no podía desarrollar más allá de un cierto punto. En una era en que el psicoanálisis ha mostrado que la acción del inconsciente hace ambigua a toda significación, en que el desarrollo de la lingüística estructural nos ha permitido entender mejor el funcionamiento de identidades puramente relacionales, en que la transformación del pensamiento —de Nietzsche a Heidegger, del pragmatismo a Wittgenstein— ha socavado decisivamente al esencialismo filosófico, podemos reformular el programa materialista de un modo mucho más radical de lo que era posible para Marx.
O bien... o bien
En este punto debemos considerar el reproche metodológico general de Geras, según el cual hemos basado nuestras principales conclusiones teóricas en una falsa y rígida oposición “o bien... o bien”, es decir, que hemos contrapuesto dos alternativas polares y exclusivas sin considerar la posibilidad de soluciones intermedias que eviten ambos extremos. Geras discute este presunto error teórico en relación con tres puntos: nuestro análisis del concepto de “autonomía relativa”, nuestro tratamiento del texto de Rosa Luxemburgo sobre la huelga de masas, y nuestra crítica del concepto de interés “objetivo”, como mostraremos, en los tres casos la crítica de Geras se funda en una tergiversación de nuestro argumento. La “autonomía relativa”, en primer término. Geras cita un pasaje de nuestro libro en el que sostenemos, según él, que
o bien los determinantes básicos explican tanto la naturaleza como los límites de lo que se supone que es relativamente autónomo, de modo que no hay autonomía en absoluto: o bien, pura y simplemente, no está determinado por ellos, y en tal caso estos últimos no pueden ser determinantes básicos... Laclau y Mouffe niegan al marxismo la opción de un concepto tal como autonomía relativa. No es de extrañarse que él sólo pueda ser, para ellos la más cruda especie de economismo[12].
En lugar de esto Geras propone la eliminación de esta “alternativa inflexible”. Si, por ejemplo, su tobillo está encadenado a un grueso poste, él no puede asistir a una reunión política o jugar al tenis, pero puede todavía leer o cantar. Entre la determinación total y la limitación parcial hay todo un conjunto de posibilidades intermedias. Ahora bien, no es muy difícil advertir que el ejemplo de la cadena es perfectamente irrelevante para lo que Geras intenta demostrar, ya que él se reduce a un malabarismo por el cual una relación de determinación ha sido transformada en una relación de limitación. Nuestro texto no afirma que el Estado en la sociedad capitalista no sea relativamente autónomo sino —lo que es muy distinto— que no se puede conceptualizar a la “autonomía relativa” partiendo de una categoría tal como “determinación en la última instancia por la economía”. El ejemplo de Geras es irrelevante porque no es un ejemplo de una relación de determinación: la cadena atada a su tobillo no determina que Geras lea o cante; tan sólo limita sus posibles movimientos —y esta limitación ha sido impuesta, presumiblemente, contra la voluntad de Geras. Ahora bien, el modelo base/superestructura afirma que la base no sólo limita sino que determina la superestructura, del mismo modo que los movimientos de una mano determinan los de su sombra en una pared. Cuando la tradición marxista afirma que un Estado es “capitalista”, o que una ideología es “burguesa”, lo que se sostiene no es simplemente que ellos están encadenados o son prisioneros de un tipo de economía o de una posición de clase, sino que estos últimos son expresados o representados por aquellos a un nivel diferente. Lenin, que a diferencia de Geras sabía lo que es una relación de determinación, tenía una teoría instrumentalista del Estado. Su visión era, sin duda, simplista, pero tenía un grado considerablemente más alto de realismo que la cadena de Geras, que parece sugerir que el Estado capitalista es un prisionero, limitado por el modo de producción en los que de otro modo hubieran sido sus movimientos espontáneos.
Lo que nuestro libro afirma no es que la autonomía del Estado sea absoluta o que la economía no tenga ningún efecto limitativo respecto de la acción del Estado, sino que los conceptos de “determinación en la última instancia” y “autonomía relativa” son lógicamente incompatibles. Y cuando se trata de cuestiones lógicas las alternativas son del tipo “o bien... o bien”. Esto es lo que tenemos que demostrar. Para hacerlo, pongámonos en la situación más favorable a Geras que podamos imaginar: tomaremos como ejemplo no un marxismo “vulgar” sino un marxismo “distinguido”, uno que evita todo crudo economicismo y que introduce toda la sofisticación imaginable en su concepción de la relación base/superestructura. ¿Qué instrumentos conceptuales tiene ese marxismo para construir el concepto de “autonomía relativa” partiendo de la categoría de “determinación en la última instancia”? Sólo podemos pensar en dos tipos de intento:
1. Podría argumentarse que la base determina la superestructura no de modo directo sino a través de un complejo sistema de mediaciones. ¿Nos permite esto pensar el concepto de “autonomía relativa”? En absoluto. “Mediación” es una categoría dialéctica; más aún, es la categoría a partir de la cual la dialéctica se constituye y pertenece, por consiguiente, al movimiento interno del concepto. Dos entidades que están relacionadas (y constituidas) por mediaciones no son, estrictamente hablando, entidades separadas: cada una de ellas es un momento interno en el autodespliegue de la otra. Podemos extender el campo de las mediaciones tanto como queramos: de este modo presentaremos una visión menos simplista de las relaciones sociales, pero no habremos avanzado ni un paso en la construcción del concepto de autonomía relativa. Esto se debe a que autonomía —relativa o no— significa autodeterminación; pero si la identidad de la entidad supuestamente autónoma se constituye en tanto localización dentro de una totalidad, y esa totalidad tiene una determinación última, la entidad en cuestión no puede ser autónoma. Según Lukács, por ejemplo, los hechos sólo adquieren significado como momentos o determinaciones de una totalidad; es dentro de esta totalidad —que puede ser tan rica en mediaciones como se quiera— que el sentido de toda identidad se establece. La exterioridad que la relación de autonomía requeriría está ausente.
2. Abandonemos, por lo tanto, este intento de utilizar la categoría de mediación e intentemos, en su lugar, ensayar una segunda línea de defensa entre nuestros dos conceptos. ¿Sería quizá posible afirmar que la entidad superestructural es efectivamente autónoma —es decir, que ningún sistema de mediaciones la liga a la base— y que la determinación en la última instancia por la economía se reduce al hecho de que esta última fije siempre los límites de la autonomía (es decir, que lo que se excluye es la posibilidad de que los cabellos de Geras crezcan como los de Sansón hasta el punto de que pueda romper la cadena)? ¿Hemos hecho algún progreso con esta nueva solución? No, estamos en el mismo punto que antes. La esencia de algo es el conjunto de características necesarias que constituyen su identidad. Pero si es una verdad a priori que los límites de la autonomía es siempre la economía la que los fija, en este caso la limitación no es externa a esa entidad sino que es parte de su esencia. La entidad autónoma es un momento interno de la misma totalidad en la que la última instancia se constituye —y, por consiguiente, no hay autonomía. (Todo este razonamiento es, en realidad, innecesario. Afirmar al mismo tiempo que la inteligibilidad de lo social procede de una determinación última, y que hay entidades internas a esa totalidad que escapan a esa determinación era incongruente desde el comienzo.
GUÍA DE PREGUNTAS:
1. Defina el concepto de discurso. 2. Diferencie el ser de los objetos (esencia) de existencia. 3. ¿Cuáles son las (4) críticas de Geras? Explíquelas. 4. ¿Por qué el relativismo es un falso problema? 5. ¿Por qué la pregunta por las condiciones de posibilidad del ser del discurso carece de sentido? 6. Defina la oposición idealismo-realismo. 7. Defina la oposición idealismo materialismo en sus dos sentidos. 8. ¿Cómo se responde a las cuatro críticas de Geras?
[1] Como el lector advertirá, este ejemplo está en parle inspirado por Wittgenstein.
[2] Hanna Fenichel Pitkin, Wittgenstein and Justice, Berkeley, 1972.
[3] Geras, p. 66.
[4] Richard Rorty, Consequences of Pragmatism, Minneapolis, 1982, pp. 166-7.
[5] Geras, p. 69.
[6] Charles Taylor, Hegel, Cambridge, 1975, p. 109.
[7] W. T. Stace, The Phlosophy of Hegel, New Cork, 1955, pp. 73-4.
[8] Staten, p. 7.
[9] Del mismo modo que los teóricos reaccionarios, Geras considera que él puede fijar el ser de las cosas de una vez para siempre. Así, él afirma que decir que un terremoto es una expresión de la ira de Dios es una “superstición”, mientras que decir que es un “fenómeno natural” es expresar “lo que él es”. No se trata, desde luego, de que en nuestra cultura no sea adecuado calificar a ciertas creencias de “supersticiones”. Pero contraponer las “supersticiones” a “lo que las cosas son” implica: (1) que las visiones del mundo ya no pueden cambiar (es decir, que nuestras formas de pensamiento acerca de la idea de “lo natural” no pueden demostrar en el futuro que son contradictorias, insuficientes y, por consiguiente, “supersticiosas”); (2) que, a diferencia de los hombres y mujeres del pasado, hoy tenemos un acceso directo y transparente a las cosas que no está mediado por ninguna teoría. Con estos reaseguros, no es sorprendente que Geras se considere a sí mismo como funcionario de la verdad. Se dice que en cierto momento Mallarmé pensó que él era la mente individual que encamaba el Espíritu Absoluto y que se sintió abrumado. Geras hace la misma suposición acerca de sí mismo con mucha mayor tranquilidad. Vale la pena señalar que el ingenuo “verificacionismo” de Geras no encontrará hoy defensores entre los filósofos de ninguna orientación. W. V. Quine, por ejemplo, que está bien instalado en la tradición central de la filosofía analítica anglosajona, escribe: “Yo... creo en los objetos físicos y no en los dioses de Homero, y considero que es un error científico pensar lo contrario. Pero desde un punto de vista epistemológico los objetos físicos y los dioses difieren sólo en grado y no en calidad. Ambos tipos de entidad entran en nuestra concepción tan sólo como construcciones culturales.
Por lo demás, las entidades abstractas que son la sustancia de las matemáticas —finalmente, clases y clases de clases y así sucesivamente— son otra construcción del mismo tipo. Epistemológicamente son mitos del mismo modo que los objetos físicos y los dioses, ni mejores ni peores, excepto por diferencias en el grado en que ellos facilitan nuestro comercio con las experiencias sensibles”. “Two dogmas of Empiricismn” en From a Logical Point of View, New York, 1963, pp. 44-5.
[10] KarI Marx, Prólogo a Contribución a la crítica de la economía política, en Introducción general a la crítica de la economía política, Córdoba, Pasado y Presente, 1972, pp. 35-36.
[11] Geras razona de un modo similar. Refiriéndose a un pasaje de nuestro texto en el que decimos que “la principal consecuencia de un corte con la distinción discursivo/extradiscursivo es el abandono de la oposición pensamiento/realidad”, Geras piensa que está haciendo una jugada materialista muy ingeniosa al comentar: “Un mundo real y verdaderamente externo al pensamiento no tiene sentido, obviamente, al margen de la oposición pensamiento/realidad” (p. 67). De lo que no se da cuenta es de que al decir esto está afirmando que el pensamiento no es parte de la realidad, y dando crédito así a una concepción puramente idealista de la mente. Además, él considera que negar la dicotomía pensamiento/realidad es afirmar que todo es pensamiento, cuando lo que nuestro texto niega es la dicotomía como tal, con la intención, precisamente, de reintegrar el pensamiento a la realidad. (Una desconstrucción del concepto tradicional de “mente” puede encontrarse en Richard Rorty, Philosophy and time Mirror of Nature, Princeton, 1979).
[12] Geras, p. 29.
GUÍA DE PREGUNTAS:
LACLAU: POSTMARXISMO SIN PEDIDO DE DISCULPAS

1. Defina el concepto de discurso. 2. Diferencie el ser de los objetos (esencia) de existencia. 3. ¿Cuáles son las (4) críticas de Geras? Explíquelas. 4. ¿Por qué el relativismo es un falso problema? 5. ¿Por qué la pregunta por las condiciones de posibilidad del ser del discurso carece de sentido? 6. Defina la oposición idealismo-realismo. 7. Defina la oposición idealismo materialismo en sus dos sentidos. 8. ¿Cómo se responde a las cuatro críticas de Geras?

EMILIA FERREIRO: LECTURA, DIALECTO E IDEOLOGÍA

1. ¿En qué se basa la autora para afirmar que la corrección de la pronunciación introduce un contenido ideológico? 2. Ilustre esa tesis con ejemplos. 3. Qué respuestas se proponen al problema de la pronunciación incorrecta? 4. Diferencie lengua de dialecto. 5. ¿Qué se puede hacer con los dialectos en la enseñanza de la lectura? 6. ¿Hay que renunciar a la corrección de la pronunciación en la escuela? 7. ¿Por qué es imposible adaptar la escritura a las diferentes pronunciaciones? 8. ¿Por qué, de ser posible, tendría consecuencias nefastas?

LA IDEOLOGIA COMO SEMIOTICA EN VOLOSHINOV

1. Explique porqué se habla de una “semiótica materialista”. 2. ¿Cómo se definen “ideas” e “ideológico”? 3. Los signos ¿son reales? ¿son objetivos? Justifique. 4. ¿Qué significa que todo lo ideológico posee valor semiótico? 5. ¿Qué críticas hace al psicologismo y al idealismo? 6. Relacione ideología, conciencia y producción económica. 7. ¿Cuáles son las propiedades de la palabra como fenómeno ideológico por excelencia? Explique. 8. ¿Cuál es la relación entre las bases y las superestructuras ideológicas? 9. ¿Cuál es la tarea más urgente para la teoría de la ideología? 10. ¿Cuáles son sus requisitos metodológicos?

GEERTZ: LA INTERPRETACIÓN DE LAS CULTURAS

1. Caracterice y compare las dos principales posiciones en el estudio de la ideología. 2. Señale las virtudes y los defectos de la teoría del interés. 3. ¿Cuál es la idea básica de la teoría de la tensión? 4. Enuncie y desarrolle las cuatro explicaciones de los mecanismos para afrontar las tensiones. 5. ¿Cuáles son las deficiencias de la teoría de la tensión? 6. ¿Cuál es la falencia común a ambas teorías de la ideología? 7. ¿Cuál es para Geertz el problema básico de una teoría de la ideología? 8. ¿Qué son los “patrones simbólicos” y cuál es su necesidad?

EL PENSAMIENTO DE LACLAU


DOMINACIÓN Y DEMOCRACIA RADICAL EN ERNESTO LACLAU
por Ricardo Etchegaray
Desde la publicación de Política e ideología en la teoría marxista (1977), Ernesto Laclau[i] se ha ocupado de construir una teoría que pudiera dar cuenta de las “anomalías” y paradojas irresueltas por las ciencias sociales como son las derivaciones fascistas y totalitarias de la revolución democrática, el populismo, la construcción de un sujeto revolucionario o la identidad del proyecto socialista. Sus trabajos han ido contribuyendo a la constitución de una ontología política[1] con herramientas teóricas y conceptuales tomadas del conjunto de las ciencias sociales desde la historia y la teoría política clásica hasta la lingüística y el psicoanálisis. Estos aportes han incrementado la riqueza y complejidad de sus textos de manera creciente desde la publicación, junto con Chantal Mouffe, de Hegemonía y estrategia socialista (1985), definiendo un marco conceptual novedoso y a veces críptico, del que tendremos que ocuparnos previamente para desarrollar el tema específico que nos ocupa.
1. Discurso
El concepto de discurso se inserta en una larga tradición: Hegel hablaba de “espíritu”, Marx prefería el concepto de “modos de producción”, Heidegger hace referencia a la “época” o al “mundo”, Thomas Kuhn forjó el término “paradigma”, Lévi-Strauss propone el concepto de “estructura”, Wittgenstein inventa el giro “juegos del lenguaje”, Cliford Geertz utiliza la noción de “cultura”. Todos estos significados están emparentados con la conceptualización de Laclau y Mouffe, quienes definen al discurso como el “conjunto sistemático de relaciones significativas construidas socialmente”. Dicho de otro modo: el discurso es “la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria”. O también: discurso es “un sistema diferencial y estructurado de posiciones”[2].
Usualmente el término discurso tiene el significado de “lo que se dice”. Así entendido, el discurso es sinónimo de “habla”, la cual podría ulteriormente ser fijada por la escritura. Estos significados identifican el discurso con lo lingüístico, ya sea entendido como lo dicho o como lo escrito. El primer equívoco que hay que suprimir es la referencia del concepto de discurso a los hechos lingüísticos (habla, escritura, lógica). No se trata sólo de lo meramente lingüístico, de lo que se dice, se escribe o piensa, sino de una totalidad significativa que incluye en sí lo lingüístico y lo extralingüístico, lo que se dice y lo que se hace[3].
Toda acción o praxis social es significativa y el conjunto resultante de la praxis social significativa es el discurso. La misma praxis que produce cosas, articula relaciones significativas. La praxis “significa”, constituye cada cosa como “esta cosa”. La realidad, en tanto discurso, es una construcción social, es el resultado de una praxis social. “Toda identidad u objeto discursivo se constituye en el contexto de una acción”[4]. Ninguna cosa tiene un significado “en sí misma” o, lo que es lo mismo, no hay “esencias”. Las cosas (y los sujetos) adquieren significado en y por la praxis que las produce, las articula, las apropia o reapropia. El discurso, como praxis significativa, determina lo que cada cosa es. El ser de lo que es, es discurso[5]. El discurso es el horizonte de significatividad construido desde, en y por una praxis social.
El discurso es el marco más amplio dentro del cual es posible la “realidad”, la “verdad”, el “valor”, la “bondad” o la “belleza”. Por ser tal, no tiene sentido plantear la cuestión de la realidad o de la verdad del discurso. Cada articulación discursiva determina las condiciones que hacen reales a las cosas o verdaderas a las proposiciones. En otros términos: toda práctica social se constituye en el campo de la discursividad[6]. Por lo tanto, “la cuestión acerca de las condiciones de posibilidad del ser del discurso carece de sentido”[7].
De lo anterior se sigue que la misma totalidad de articulaciones significativas que fija el significado de los objetos define también la identidad de los sujetos o actores sociales. Por este motivo, Laclau prefiere no hablar de sujetos sino de “posiciones de sujeto”[8]. “Es por la misma razón –explican- que es el discurso el que constituye la posición del sujeto como agente social, y no, por el contrario, el agente social el que es el origen del discurso”[9]. El conjunto de relaciones constituye la identidad de los agentes sociales. Un “mismo” sujeto puede constituirse en diferentes “posiciones” de acuerdo a las configuraciones que en cada caso delimiten su identidad. No hay una esencia del “proletariado” o de la “mujer” o de los “pobres”. Consecuentemente, su identidad y sus caracteres distintivos se delimitarán en cada contexto discursivo.
¿Se deriva de lo anterior que lo que es existe sólo discursivamente? ¿Sostienen estos autores una posición “idealista”? No, el concepto de discurso hace referencia a las realidades significativas mientras que lo existente es lo que está más allá o fuera de todo significado. Lo existente es siempre una “X” de la cual no puede decirse ni pensarse nada. Lo existente es algo que está ahí, algo presente aquí y ahora, independiente de toda relación con un sujeto y de lo que Lacan llama el “orden simbólico”. Lo existente es un algo que no tiene ninguna relación significativa para ningún sujeto. Lo meramente existente se identifica con lo “no significativo” y, por lo tanto, con lo no discursivo. Dado que no estar en ninguna relación significativa es algún tipo de relación -aunque negativa- podría decirse que la existencia es la relación menos determinada, la más pobre: algo que no tiene ningún significado, una “X” vacía. Existir es sólo estar ahí sin ser nada. La existencia es una materia pura, sin forma, un algo totalmente indeterminado, un significante vacío, sin significado. El discurso supone la existencia pero no se refiere a ella. En términos epistemológicos: ningún hecho puede verificar una hipótesis. En términos de Laclau y Mouffe: “No hay ningún hecho cuyo sentido pueda ser leído transparentemente”[10]. Como el significado no está en las cosas en sí mismas sino que es una construcción social, toda realidad puede ser reconstruida o reconstituida y ello imposibilita fijar un significado último.
Si el discurso es el resultado de una praxis social, ¿no podría argumentarse que la praxis como tal es anterior y diferente del significado? Planteado en términos lingüísticos, el problema es ¿“en qué medida puede establecerse una separación rígida entre semántica y pragmática -es decir, entre significado y uso”? En la medida en que el significado se constituye dentro de los contextos del uso, tal abstracción puede sostenerse sólo analíticamente, pero no realmente. La realidad de alguna cosa presupone su existencia, pero de una existencia no se sigue necesariamente una única realidad ni una realidad determinada. “Lo que se niega –aclaran Laclau y Mouffe- no es la existencia, externa al pensamiento, de dichos objetos, sino la afirmación de que ellos puedan constituirse como objetos al margen de toda condición discursiva de emergencia”[11]. La realidad está siempre determinada discursivamente, está articulada dentro de una totalidad significativa, dentro de un “mundo”.
De acuerdo con estos supuestos, el discurso -en tanto estructura significativa- es una totalidad relacional o un sistema de diferencias en el que la identidad de los elementos es puramente relacional[12]. “Si toda identidad es diferencial, es suficiente que el sistema de diferencias no sea cerrado, que esté expuesto a la acción de estructuras discursivas externas, para que una identidad sea inestable”[13]. La identidad de los sujetos o la realidad de las cosas no se establecen nunca plenamente porque no están en las cosas en sí mismas ni pueden determinarse desde el sistema de relaciones porque éste nunca es completo, nunca llega a cerrar, no logra constituirse como “sistema” en sentido estricto.
“Los hombres –dicen Laclau y Mouffe- construyen socialmente su mundo, y es a través de esta construcción -siempre precaria e incompleta- que ellos dan a las cosas su ser. [...] El materialismo (...) consiste en mostrar el carácter histórico, contingente y construido del ser de los objetos y en mostrar que esto depende de la reinserción de ese ser en el conjunto de condiciones relacionales que constituyen la vida de la sociedad como un todo”[14].
Laclau y Mouffe señalan tres “puntos básicos” en una teoría del discurso: (1) Ningún objeto real puede constituirse al margen de toda condición discursiva de emergencia. (2) La afirmación del carácter material de toda estructura discursiva (y negación del carácter “mental” o “ideal” del discurso). El discurso es una totalidad significativa compuesta de elementos materiales tanto lingüísticos como extralingüísticos. De aquí se deriva la consecuencia de que el discurso tiene una realidad objetiva (no subjetiva), que estructura y define diversas posiciones de sujeto. Una segunda consecuencia que se sigue del carácter material del discurso es el carácter material de las ideologías y la disolución del modelo estructura/superestructura[15]. (3) La centralidad de la categoría de discurso se justifica porque permite pensar rigurosamente algunas relaciones sociales que sería imposible comprender a partir del modelo de objetividad propio de las ciencias naturales. Dentro de las posibilidades teóricas y metodológicas de este marco está la utilización de recursos retóricos como la sinonimia, la metonimia, la metáfora, la analogía o la contradicción, los cuales son inadmisibles en el paradigma naturalista de las ciencias sociales pero son enteramente aceptables para un marco teórico como el que aquí se propone.
El concepto de discurso debe distinguirse tanto de la totalidad hegeliana o lukácsiana como de la estructura o del sistema del estructuralismo. Todos ellos se caracterizan por la necesidad de las relaciones entre los términos que, así, se constituyen en momentos. Ambos conceptos buscan suprimir el factor de indeterminación y de contingencia que se deriva de las nociones de libre albedrío y de espíritu o cultura. La totalidad hegeliana es posible sólo a condición de que toda multiplicidad sea reducida a unidad. Análogamente, la estructura es posible si se elimina la continuidad o la conmensurabilidad entre los sistemas. Una estructura o una totalidad cerrada o plenamente constituida implican la reducción de todo elemento a momento, es decir, a diferencia inmanente. El concepto de discurso, por el contrario, supone siempre un exterior irreductible a partir del cual se constituye como totalidad.
El discurso es, entonces, una totalidad no totalizada ni totalizable. El discurso supone siempre elementos que no pueden ser reducidos a momentos de la totalidad, que no pueden ser articulados. Si aceptamos que una totalidad discursiva nunca es algo ya dado, completo o plenamente desarrollado, entonces
“la lógica relacional es una lógica incompleta y penetrada por la contingencia. (...) En este caso no hay identidad social que aparezca plenamente protegida de un exterior discursivo que la deforma y le impide suturarse plenamente. Pierden su carácter necesario tanto las relaciones como las identidades. Las relaciones, como conjunto estructural sistemático, no logran absorber a las identidades; pero como las identidades son puramente relacionales, ésta no es sino otra forma de decir que no hay identidad que logre constituirse plenamente”[16].
Toda estructura discursiva es abierta, histórica, contingente, no suturada y está limitada por un exterior constitutivo[17].
2. Capitalismo y dislocación[18]
Laclau y Mouffe retoman algunos conceptos aportados por la tradición democrática de Tocqueville y Lefort. Para estos autores, como para Marx, la época moderna capitalista ha producido un cuestionamiento de todas las formas tradicionales de legitimación de lo político-social, lo que no ha dejado de generar consecuencias en la organización política de las comunidades. Lefort llamó “la invención democrática” a la institución del principio de igualdad de la época moderna y Tocqueville señaló el impulso incontenible de la igualación de las condiciones sociales como el hecho más sustantivo de los últimos cinco siglos.
“Además hay que agregar a esto –subraya Gorlier- que en la actualidad las dinámicas del cambio social no se caracterizan por un progreso lineal que convertiría en obsoletos los valores y las prácticas del pasado, sino por la coexistencia de elementos tradicionales, modernos e incluso post-modernos en una misma formación social. Este es un rasgo clave de la dislocación: los elementos de distintas tradiciones y formaciones subsisten, pero fuera de sus lugares y funciones originales, dichos elementos están «dis-locados» y las nuevas identidades son híbridas”[19].
Para Laclau, las dislocaciones son efectos del sistema capitalista, pero no deben ser confundidas con las contradicciones estructurales. Las dislocaciones son el resultado de la falla que constituye al sistema. Precisamente porque está fallado, el sistema no logra constituirse plenamente ni logra definir a sus elementos como partes funcionales (a la manera del estructural-funcionalismo) ni como individuos normalizados o sujetos sujetados (a la manera del panoptismo de Foucault). Los procesos de subjetivización tienen lugar en la dislocación de la estructura[ii].
Las dislocaciones generan al mismo tiempo una crisis en las formas establecidas de relación social y una ruptura de las formas de comunicación e intercambio y crea las condiciones para la emergencia de nuevos sujetos políticos. Pero
“los nuevos sujetos no emergen sencillamente, sino que su aparición está llena de ambivalencias y tensiones. Por un lado, luchan contra el orden, o mejor aún, contra el desorden que hizo posible su existencia. Por el otro, llevan las marcas de la dominación en su propia identidad[20].
“Estas ideas permiten una comprensión más penetrante de la dimensión de transformación personal que tienen muchos movimientos. Si en el punto de partida lo único que tienen los sujetos es esta identidad marcada por la introyección de la dominación, parece que es decisivo que dichos sujetos se liberen de aquello que en ellos los ha convertido en los «pobres», los «negros», las «víctimas», etc. Y esto supone un proceso de profunda transformación que suele estar asociado a la construcción discursiva de un «nosotros» en lucha contra «ellos».”[21] De estas transformaciones nos ocuparemos en los dos apartados siguientes.
¿Qué efectos se derivan de las relaciones de dislocación? (1) La aceleración de las transformaciones sociales y de las intervenciones rearticulatorias conduce a una mayor conciencia de la historicidad de las relaciones sociales, de su contingencia constitutiva. (2) Si el sujeto es la distancia entre una estructura indecidible y la decisión, entonces, cuanto más dislocada sea la estructura tanto más posibilidades de decisiones no determinadas por ella habrá. (3) El descentramiento de la estructura que se sigue de la dislocación debe entenderse como una práctica del descentramiento a través de los antagonismos, de las luchas entre centros múltiples y contingentes. “El mundo es menos «dado» y tiene, de modo creciente, que ser construido. Pero esta no es sólo una construcción del mundo, sino que a través de ella los agentes sociales se transforman a sí mismos y se forjan nuevas identidades”[22].
3. Discurso y articulación
Las experiencias de la fragmentación, de la división y de la alienación, como consecuencias de la expansión del iluminismo y de la revolución industrial durante la primera mitad del siglo XIX, dieron lugar a la búsqueda romántica de la unidad perdida y al intento de superar los dualismos mediante una nueva síntesis. La polis griega y las comunidades de la iglesia primitiva se erigieron como modelos de este proyecto cultural, cuya expresión teórica más alta se encuentra en la filosofía del idealismo alemán. Laclau piensa que Hegel logra reconducir los fragmentos escindidos por el entendimiento a su unidad “al precio de reintroducir la contradicción en el campo de la razón”[23]. Pero si en lugar de pensar la unidad resultante como la culminación de un proceso necesario se la concibe como la consecuencia de transiciones contingentes, entonces se hace posible comprender el significado del concepto de articulación. Se trata de abandonar una “lógica esencialista” que pretende determinar todo lo que es (incluso los sujetos) dentro de una totalidad cerrada, “mediada”.
“El carácter simbólico -es decir, sobredeterminado- de las relaciones sociales implica, por tanto, que éstas carecen de una literalidad última que las reduciría a momentos necesarios de una ley inmanente. (...) La sociedad y los agentes sociales carecerían de esencia, y sus regularidades consistirían tan sólo en las formas relativas y precarias de fijación que han acompañado a la instauración de un cierto orden”[24].
La articulación es una práctica[25] en la que se ponen en relación elementos que han perdido los lazos relacionales que los constituían en momentos de una totalidad estructural u orgánica cerrada. Laclau y Mouffe llaman articulación “a toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica”[26]. No se trata, en consecuencia, de una lógica substancialista o esencialista, en la que las relaciones son accidentes de la substancia, sino de una lógica relacional, en la que el significado de un término se deriva de la relación en la que está constituido.
“En la medida en que toda identidad es relacional, pero el sistema de relación no consigue fijarse en un conjunto estable de diferencias; en la medida en que todo discurso es subvertido por un campo de discursividad que lo desborda; en tal caso la transición de los «elementos» a los «momentos» no pude ser nunca completa. El status de los «elementos» es el de significantes flotantes, que no logran ser articulados a una cadena discursiva. Y este carácter flotante penetra finalmente a toda identidad discursiva (es decir, social). Pero si aceptamos el carácter incompleto de toda formación discursiva y, al mismo tiempo, afirmamos el carácter relacional de toda identidad, en ese caso el carácter ambiguo del significante, su no fijación a ningún significado, sólo puede existir en la medida que hay una proliferación de significados. No es la pobreza de significados, sino, al contrario, la polisemia, la que desarticula una estructura discursiva. Esto es lo que establece la dimensión sobredeterminada, simbólica, de toda formación social. La sociedad no consigue nunca ser idéntica a sí misma, porque todo punto nodal se constituye en el interior de una intertextualidad que lo desborda. La práctica de la articulación [es decir, la política] consiste, por tanto, en la construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido; y el carácter parcial de esa fijación procede de la apertura de lo social, resultante a su vez del constante desbordamiento de todo discurso por la infinitud del campo de la discursividad”[27].
Con el concepto de articulación, Laclau y Mouffe dan un paso significativo sobre la conceptualización de Rancière que concibe a la política como desacuerdo y antagonismo pero no desarrolla una lógica de la articulación, es decir, una lógica de la política. En este aspecto, los trabajos de los primeros podrían considerarse como un complemento decisivo a la obra del segundo. A su vez, Laclau, Mouffe y Rancière podrían considerarse como un desarrollo complementario de los desarrollos de Foucault y Deleuze, cuyos marcos parecen estar más cercanos a las perspectivas anarquistas, centradas en las problemáticas individuales o “subjetivas”.
El problema de la articulación está directamente relacionado con la discusión de la relación entre lo universal y lo particular y con la construcción de la hegemonía, temas que se desarrollarán en el próximo apartado.
4. Hegemonía y significantes vacíos
A partir del análisis de un texto de Marx[28], Laclau señala cuatro dimensiones de la relación hegemónica, a saber:
1) La hegemonía se constituye a partir de la desigualdad[29] de poder de los sectores de la sociedad. “En tal caso, el reclamo que haga una clase social para gobernar dependerá de su capacidad de presentar sus propios objetivos particulares como los únicos compatibles con el real funcionamiento de la comunidad, lo que es, precisamente, intrínseco de la operación hegemónica”[30]. El sujeto de una emancipación sólo puede construirse políticamente al hacer equivaler una pluralidad de demandas diferentes y aparecer como antagónico del crimen general.
2) A diferencia de Marcuse, que se proponía desarrollar una dialéctica entre lo universal y lo particular, Laclau entiende que la relación hegemónica supone una superación de la dicotomía universalidad/particularidad:
“La universalidad sólo existe si se encarna en –y subvierte- una particularidad, pero ninguna particularidad puede, por otro lado, tornarse política si no se ha convertido en el locus de efectos universalizantes”[31] [iii].
Por tanto, la “representación de una imposibilidad” es inherente a la relación hegemónica. “Para tener hegemonía necesitamos que los objetivos sectoriales de un grupo actúen como el nombre de una universalidad que los trascienda; ésta es la sinécdoque constitutiva del vínculo hegemónico”[32]. El pasaje por lo particular se debe a que la universalidad no puede[33] estar representada de un modo directo, transparente o sin distorsión. “Ya sabemos –agrega Laclau- que estos medios de representación son particularidades que, sin dejar de ser particularidades, asumen la función de representación universal. Esto es lo que está en la raíz de las relaciones hegemónicas”[34].
3) La relación hegemónica siempre “requiere la producción de significantes tendencialmente vacíos que, mientras mantienen la inconmensurabilidad entre universal y particulares, permite que los últimos tomen la representación del primero”[35]. La universalidad se simboliza en un significante o nombre al que no corresponde ningún contenido particular pero que, al mismo tiempo, es una particularidad, porque es el nombre de una parte.
4) El terreno en el que se extiende la hegemonía “es el de la generalización de las relaciones de representación como condición de la constitución de un orden social”[36]. Laclau ha desarrollado su concepción de lo universal a partir de las categorías del dirigente y teórico italiano A. Gramsci, para quien “la única universalidad que la sociedad puede lograr es una universalidad hegemónica –una universalidad contaminada por la particularidad-.”[37] S. Žižek describe el enfoque de Laclau sobre el tema de la siguiente manera:
“Lo universal es vacío, pero precisamente como tal está desde siempre lleno, es decir, hegemonizado por algún contenido particular, contingente, que actúa como su sustituto. En síntesis, cada universal es el campo de batalla de una multitud de contenidos particulares que luchan por la hegemonía”.
Y más adelante agrega que esta posición
“no permite ningún contenido de lo universal realmente neutro y, como tal, común a todas sus especies: […] todo contenido positivo de lo universal es el resultado contingente de la lucha por la hegemonía –en sí mismo, lo universal está absolutamente vacío-”[38] [iv].
La multitud de malos entendidos en la comprensión del problema de la hegemonía obligaron a Laclau a volver a puntualizar el tema en sus últimas obras:
“Primero, si tenemos un conjunto puramente diferencial, la totalidad debe estar presente en cada acto individual de significación; por lo tanto, la totalidad es la condición de la significación como tal. Pero en segundo lugar, para aprehender conceptualmente esa totalidad, debemos aprehender sus límites, es decir, debemos distinguirla de algo diferente de sí misma. Esto diferente, sin embargo, sólo puede ser otra diferencia, y como estamos tratando con una totalidad que abarca todas las diferencias, esta otra diferencia —que provee el exterior que nos permite constituir la totalidad— sería interna y no externa a esta última, por lo tanto, no sería apta para el trabajo totalizador. Entonces, en tercer lugar, la única posibilidad de tener un verdadero exterior sería que el exterior no fuera simplemente un elemento más, neutral, sino el resultado de una exclusión, de algo que la totalidad expele de sí misma a fin de constituirse (para dar un ejemplo político: es mediante la demonización de un sector de la población que una sociedad alcanza un sentido de su propia cohesión). Sin embargo, esto crea un nuevo problema: con respecto al elemento excluido, todas las otras diferencias son equivalentes entre sí —equivalentes en su rechazo común a la identidad excluida—. Pero la equivalencia es precisamente lo que subvierte la diferencia, de manera que toda identidad es construida dentro de esta tensión entre la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia.”[39]
Sobre la base de los desarrollos hechos por la lingüística estructural, Laclau muestra que una totalidad se constituye como un “sistema de diferencias”[40] donde cada elemento se define por sus relaciones de oposición con el resto de los elementos, sin que se reconozca exterioridad alguna. Los grupos diferentes se reconocen como formando parte de un orden estable (por ejemplo: terratenientes, comerciantes, campesinos, artesanos, etc., o: padre, madre, hijos, tíos, etc.). Por supuesto (como ya observa Saussure sobre la lengua desde un punto de vista diacrónico), ese sistema estable de diferencias aceptadas es el resultado de luchas previas, pero en un momento histórico determinado (sistema sincrónico) el orden está estabilizado y puede ser estudiado como tal. En un sistema así, no existe ningún elemento que permita significar a la totalidad, puesto que al no tener exterior, una parte sólo puede ser parte o nada. El todo sólo puede ser significado negativamente como lo que le falta a todas las partes. Lo que constituye al todo como tal es esta falta, este elemento que no es elemento, una parte que no es parte. Sin embargo, Laclau observa que esta misma imposibilidad de una parte que no sea parte, instaura una lógica nueva: una relación equivalencial frente a un enemigo común. Esas equivalencias niegan el sistema de diferencias previo y ensayan una reorganización del tejido social[41]. La oposición a un enemigo común es lo que unifica los distintos eslabones de la cadena. Y esta lógica conduce a la disolución del orden diferencial al hacer equivaler todos los elementos entre sí. En este momento lo que Rancière llamaba la política se convierte en el principio de organización de lo social.
“Cuarto –continúa diciendo Laclau-, esto significa que en el locus de la totalidad hallamos tan sólo esta tensión. Lo que tenemos, en última instancia, es una totalidad fallida, el sitio de una plenitud inalcanzable[42]. La totalidad constituye un objeto que es a la vez imposible y necesario. Imposible porque la tensión entre equivalencia y diferencia es, en última instancia, insuperable; necesario porque sin algún tipo de cierre, por más precario que fuera, no habría ninguna significación ni identidad. Sin embargo, en quinto lugar, lo que hemos mostrado es sólo que no existen medios conceptuales para aprehender totalmente a ese objeto. Pero la representación es más amplia que la comprensión conceptual. Lo que permanece es la necesidad de este objeto imposible de acceder de alguna manera al campo de la representación”[43]. [44]
Más allá de los resultados del estructuralismo, Laclau señala que todo discurso es una “totalidad fallida” porque está constituida por una plenitud inalcanzable. Esta tensión que da lugar a la totalidad discursiva es el antagonismo. Como ya se dijo en el capítulo anterior, el surgimiento de la política, instituida por el principio de igualdad, es lo que sostiene, y al mismo tiempo disuelve, el orden policial. La falla inherente a toda estructura discursiva produce una dislocación. Aunque la dislocación es inherente a todo orden social, sus efectos se multiplican y aceleran en el capitalismo contemporáneo, causando mayor fragmentación social y crisis más agudas[45]. La dislocación marca el fracaso de los discursos que sostienen y mantienen el sistema de diferencias. Es el punto en el que los discursos de las instituciones establecidas (como la familia, la iglesia, los partidos, etc.) empiezan a tener cada vez más dificultades para sostenerse dada la profundización y la multiplicación de “anomalías”.
“No obstante, la representación tiene, como sus únicos medios posibles, las diferencias particulares. El argumento que he desarrollado es que, en este punto, existe la posibilidad de que una diferencia, sin dejar de ser particular, asuma la representación de una totalidad inconmensurable. De esta manera, su cuerpo está dividido entre la particularidad que ella aún es y la significación más universal de la que es portadora. Esta operación por la que una particularidad asume una significación universal inconmensurable consigo misma es lo que denominamos hegemonía.”[46]
Rancière concebía a la política como la institución de una parte de los que no tienen parte, pero su marco teórico no permitía avanzar más allá de este momento de ruptura del orden policial corporativo. El concepto de hegemonía provee de herramientas conceptuales que permiten avanzar en esta misma línea teórica. Si bien Rancière señala que la política surgía cuando se constituía un nuevo sujeto sin existencia ni reconocimiento en la comunidad e identifica su lógica propia con la lógica democrática, sin embargo no avanzó hasta el punto en que sea posible conceptualizar el surgimiento de los nuevos sujetos que pongan en acción la política revolucionaria. El momento en el que una parte comienza a encarnar o simbolizar un universal que no tiene lugar en el sistema de partes y de repartos, es precisamente el momento hegemónico. No es casual que Laclau y Mouffe se apropien este concepto de la tradición gramsciana, pues fue el italiano el que dio los pasos necesarios para poder pensar la política y la ideología sin hacerlas derivar causalmente de la base económica.
“Y dado que esta totalidad o universalidad encarnada es, como hemos visto, un objeto imposible, la identidad hegemónica pasa a ser algo del orden del significante vacío, transformando a su propia particularidad en el cuerpo que encarna una totalidad inalcanzable. Con esto debería quedar claro que la categoría de totalidad no puede ser erradicada, pero que, como una totalidad fallida, constituye un horizonte y no un fundamento. Si la sociedad estuviera unificada por un contenido óntico determinado —determinación en última instancia por la economía, el espíritu del pueblo, la coherencia sistémica, etcétera—, la totalidad podría ser directamente representada en un nivel estrictamente conceptual. Como éste no es el caso, una totalización hegemónica requiere una investidura radical —es decir, no determinable a priori— y esto implica involucrarse en juegos de significación muy diferentes de la aprehensión conceptual pura. Aquí, como veremos, la dimensión afectiva juega un rol central”.[47]
Siguiendo a la fenomenología y a la hermenéutica, Laclau concibe a la totalidad como un horizonte y no como un fundamento. Por otro lado, siguiendo al psicoanálisis, advierte que ningún objeto puede satisfacer plenamente a la pulsión y, en consecuencia, el objeto de deseo no puede definirse a priori ni puede conceptualizarse en forma pura.
5. Discurso y antagonismo
“En lo que se refiere a lo social -dice Laclau- la necesidad sólo existe como un esfuerzo parcial por limitar la contingencia”[48]. Análogamente, Hobbes sostenía que el Estado surge como un esfuerzo encaminado a limitar el conflicto: la guerra universal de todos contra todos. La sociedad como discurso es una totalidad fallada, es un cuerpo con una herida imposible de suturar, una estructura sin cierre. Más aún: el discurso se constituye desde la falla. Laclau llama “antagonismos” a estas fracturas o heridas que impiden la sutura del discurso, a estos “puntos de fuga” donde se genera la inestabilidad de los objetos y la contingencia de lo social.
El antagonismo se diferencia de la oposición y de la contradicción. Por “oposición” se entiende la relación entre dos fuerzas reales enfrentadas. Es una relación entre hechos. Por “contradicción” se entiende una relación lógica entre proposiciones. En tanto las proposiciones son parte de la realidad, es posible afirmar que la contradicción es parte de lo real. Ni la oposición ni la contradicción implican necesariamente una relación antagónica, porque tanto la primera como la segunda son relaciones entre objetos plenamente constituidos, mientras que la última no lo es.
“La presencia del «Otro» -dice Laclau- me impide ser totalmente yo mismo. La relación no surge de identidades plenas, sino de la imposibilidad de constitución de las mismas. (...) Si lo social sólo existe como esfuerzo parcial por instituir la sociedad -esto es, un sistema objetivo y cerrado de diferencias- el antagonismo, como testigo de la imposibilidad de una sutura última, es la «experiencia» del límite de los social”[49].
Laclau diferencia el concepto de contradicción del de antagonismo. La no contradicción es un principio puramente lógico que determina condiciones de posibilidad para los desarrollos discursivos. El principio de no contradicción fija límites a la construcción significativa de los discursos. Es una condición inmanente a la coherencia de los discursos. Es, entonces, una condición del pensamiento, de lo que Kant llama «juicios analíticos». En tanto tal, tiene el carácter de la necesidad. El antagonismo es una relación de lucha entre dos identidades sociales. Es, por lo tanto, una relación fáctica, sintética. La relación antagónica no es necesaria sino contingente. Es una característica propia de los juicios morales (Hume) o sintéticos a posteriori (Kant). Tratándose de ámbitos diferentes (lógica/realidad), es posible pensar una relación antagónica que no sea contradictoria y también una relación contradictoria que no sea antagónica. Por ejemplo, la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción o entre capital y trabajo asalariado no implica necesariamente antagonismo. A la inversa, el antagonismo de la lucha de clases no implica necesariamente contradicción. Una relación social podría ser contradictoria sólo a condición de que las identidades de los sujetos involucrados en la contradicción estén definidas desde una estructura sincrónica cerrada o totalizada, donde los términos de la relación sean substanciales, esenciales o “en sí”. Sólo en un sistema plenamente constituido y desarrollado puede producirse una contradicción inmanente necesaria. Pero como se ha mostrado que la sociedad no puede constituirse como una estructura suturada, entonces, es necesario aceptar que “el resultado de los distintos antagonismos dependerá de relaciones contingentes de poder entre fuerzas que no pueden ser sometidas a ningún tipo de lógica unificada”[50]. La sociedad entendida como mercado, tal como la conciben los economistas políticos liberales, se elimina el «exterior constitutivo» (antagonismo) y se reduce las relaciones a la interioridad de la lógica del intercambio. De esta manera se elimina “la cuestión del poder como construcción política”[51][v].
Toda relación de antagonismo implica, por lo tanto, la negación de una identidad y, por esta razón, manifiesta el límite de toda objetividad[52], lo que impide que el campo de objetos se determine plenamente. Que el antagonismo es exterior significa que no se deduce necesariamente de la estructura de la sociedad (independientemente de que ésta sea sincrónica o diacrónica, que sea histórica o ahistórica), que no está determinado como un caso particular de contradicción lógica. La negación, el antagonismo procede del exterior. El exterior negativo bloquea la identidad los objetos al interior de la estructura social pero es, a la vez, su condición de posibilidad. Laclau sostiene que este exterior es “pura facticidad”, es -en términos de Hume- una “cuestión de hecho” que no está sujeta al principio lógico de no contradicción y que “no puede ser reconducida a ninguna racionalidad subyacente”[53]. El antagonismo manifiesta la imposibilidad de definirse plenamente de toda identidad. La exterioridad define a las relaciones sociales y revela el carácter contingente y accidental de toda objetividad.
6. Las características de las relaciones sociales
Las relaciones sociales tienen cuatro características constitutivas: (1) son contingentes, (2) son relaciones de poder, (3) responden a la primacía de lo político y (4) están signadas por una radical historicidad.
6. a. Contingencia
La negatividad o el antagonismo constituyen a todas las relaciones sociales. Laclau advierte que el concepto de “negatividad” no debe confundirse con la “negatividad dialéctica”. Esta última es necesaria, inmanente y está determinada desde el sistema (como totalidad estructural plenamente constituida). La negatividad del antagonismo, en cambio, manifiesta el límite en la constitución de toda objetividad, subvierte la objetividad y amenaza la identidad de los sujetos sociales.
“La contingencia no es un mero reverso negativo de la necesidad sino el elemento de impureza que deforma e impide la constitución plena de esta última. (...) Lo que encontramos es siempre una situación limitada y determinada en la que la objetividad se constituye parcialmente y es también parcialmente amenazada; en la que la frontera entre lo contingente y lo necesario se desplazan constantemente”[54]. Según la interpretación de Laclau, en los sistemas racionalistas modernos (Spinoza, Hegel, Marx, estructuralismo) la contingencia es eliminada. La exterioridad del antagonismo reclama, por el contrario, explicitar las condiciones particulares de existencia de toda identidad. La historicidad de las categorías del análisis social introduce la inestabilidad constitutiva de las relaciones entre las condiciones específicas de existencia de un objeto y los elementos que lo componen y lo definen como tal. “Esto implica que es en el nivel de una historia factual y contingente donde debemos buscar las condiciones de existencia de cualquier objetividad que pueda existir”[55].
La contingencia de las relaciones de sociales puede ser analizada en tres niveles. (1) En un primer nivel de análisis, la contingencia implica que las identidades y los significados construidos socialmente nunca logran fijarse y determinarse. Surgen, de este modo, elementos en las estructuras, a los que Laclau llama “significantes flotantes”, que no están articulados con los otros momentos. Desde este punto de vista el conjunto del “campo social podría ser visto como una guerra de trincheras en la que diferentes proyectos políticos intentan articular en torno de sí mismos un mayor número de significantes sociales”[56]. Cada uno de los agentes sociales supone y afirma que su proyecto contiene los caracteres esenciales para la integración de la sociedad, para su unidad y estabilidad y busca hegemonizar el conjunto. Sin embargo, no solamente es imposible alcanzar un dominio hegemónico completo (ya que esto supondría eliminar la contingencia constitutiva de lo social) sino que ninguna identidad puede llegar a ser completamente transparente para sí misma. (2) Un segundo nivel de análisis desliza el foco de atención del proyecto hegemónico a la estructura. Esta perspectiva advierte que el significado de las identidades sociales es equívoco o ambiguo porque es definido de acuerdo a los contextos en los que está inmerso. Sin embargo, en este nivel de análisis no llega a ponerse en cuestión la transparencia última del contexto. Se afirma que el sujeto no es transparente por sí mismo pero puede ser claramente determinado por la estructura, por el contexto. Por ejemplo, Habermas afirma que aunque no es posible alcanzar de hecho una comunidad de comunicación que no esté viciada por las relaciones de poder, sí es posible pensar una comunidad ideal de comunicación que sirva de modelo para evaluar y decidir sobre los proyectos particulares de los sujetos sociales. Pero el concepto de contingencia de lo social nos inhabilita también para este tipo de análisis, puesto que la estructura misma está fallada y es inestable. (3) Un tercer nivel de análisis se abre cuando se comienza a sospechar que las dificultades para determinar las identidades no se derivan de una imposibilidad empírica, de algunas particularidades de los hechos, sino de “algo que «trabaja» desde el comienzo en el interior de la estructura. Es decir, que incluso en tanto que idea regulativa la coherencia de la estructura debe ser puesta en cuestión”[57]. El problema no es que la contingencia de los hechos empíricos imposibilita encontrar una coherencia lógica que permita explicar los hechos. Si éste fuera el problema, Habermas tendría razón al postular una coherencia extraempírica (ideal regulativo de la razón) como criterio de ordenamiento de los hechos empíricos. El problema es que no es posible postular un único ideal racional que permita ordenar los hechos coherentemente, porque esto supondría un único criterio de verdad, una totalidad estructural completamente autodefinida y autoregulada y, en definitiva, la concepción de la razón como fundamento. Es decir, nos mantendríamos dentro del paradigma de la ilustración, dentro de una metafísica idealista.
De la profundización de los análisis desde la contingencia se sigue que “si la serie es indecidible en términos de su misma estructura formal, el acto hegemónico no será la realización de una racionalidad estructural que lo precede sino un acto de construcción radical”[58].
A partir de estos resultados se abren nuevas posibilidades de investigación de los procesos de construcción de lo social, a los que Laclau llama hegemonía. (a) En primer lugar, todo proyecto y toda decisión es posibilitada pero no determinada por la estructura que le sirve de contexto. (b) El agente de decisión es interno a una estructura que es en sí misma indecidible, de manera que las decisiones de los agentes transforman y subvierten la estructura (condiciones, contexto) transformando al mismo tiempo su propia identidad, ya que ésta depende parcialmente de la estructura. (c) “El sujeto no es otra cosa que esta distancia entre la estructura indecidible y la decisión”[59], es decir, ninguna decisión está determinada estructuralmente. Decidir implica reprimir o suprimir otras decisiones alternativas posibles y el resultado al que se llega es siempre el producto de una relación de poder. En término nietzscheanos: el yo o la propia identidad es siempre la imposición de un “instinto dominante”, lo cual supone la subordinación de los otros instintos. No es posible determinar racionalmente cuál fuerza debe dominar. Por el contrario, la racionalidad supone el dominio de una fuerza, de un instinto. Cuando se acepta el criterio de la racionalidad iluminista ya un instinto se ha impuesto y ha subordinado a los demás a sus propias reglas y criterios.
De aquí no se deriva que las decisiones sean «irracionales», ya que esta contraposición racional/irracional supone la aceptación del principio de razón. Una decisión no puede ser racional ni irracional pero puede ser más o menos razonable. Una decisión es razonable cuando hay motivos y argumentos para preferirla a otras, aun cuando ninguno sea un fundamento apodíctico. En consecuencia, cuando dos proyectos razonables se oponen, la decisión dependerá en última instancia de la lucha, de las relaciones de fuerza. “La constitución de una identidad social es un acto de poder y la identidad como tal es poder”[60].
6. b. Relaciones de poder
La segunda característica de las relaciones sociales es que están atravesadas por relaciones de poder. Para aclarar el sentido en que aquí se habla de relaciones de poder Laclau, como antes lo había hecho Foucault, advierte que es necesario abandonar tres concepciones erróneas respecto del poder. La primera es la que sostiene que los sujetos o las fuerzas sociales pueden ser definidos en su identidad propia al margen de toda relación de poder, como si las últimas fuesen solamente una posibilidad empírica accidental y particular. “Estudiar las condiciones de existencia de una cierta identidad social –dice- es equivalente, por lo tanto, a estudiar los mecanismos de poder [o las tecnologías de poder, en términos de Foucault] que la hacen posible”[61]. La segunda concepción errónea que hay que eliminar es la que concibe como una esencia o como un atributo esencial de ciertos sujetos sociales. Pero, como ha mostrado Hume, la esencia o substancia no es sino un conjunto de caracteres a los que, por el hábito de percibirlos en unidad, hemos atribuido una existencia objetiva y un sujeto no es otra cosa que un haz de sensaciones, detrás del cual proyectamos un sustrato al que llamamos «yo». En términos de Laclau: “una identidad objetiva no es un punto homogéneo sino un conjunto articulado de elementos”[62]. Una identidad no se define a partir de la racionalidad inmanente de la estructura sino por oposición a las fuerzas que niega o que excluye. La tercera concepción errónea del poder es la que lo contrapone a la libertad. Es decir, es la tesis que sostiene que la realización plena de la libertad supone la eliminación de las relaciones de poder.
“La sociedad reconciliada es imposible porque el poder es condición de posibilidad de lo social. Transformar lo social, incluso en el más radical y democrático de los proyectos, significa por lo tanto construir un nuevo poder -no la eliminación radical del poder”[63].
6. c. La primacía de lo político
El método genealógico, que Foucault tomó de Nietzsche, efectiviza una crítica radical de los valores y de las esencias al mostrar las condiciones históricas en las que el valor o la esencia en cuestión surgió. Se trata de “mostrar el momento de su contingencia radical, es decir, de reinscribirlo en el sistema de opciones históricas reales que fueron desechadas”. Se trata de “mostrar el terreno de la violencia originaria, de la relación de poder a través de la cual esa institución tuvo lugar”[64]. Así, la “genealogía de la moral” nietzscheana muestra en qué condiciones se generaron los valores que hoy denominamos como “bueno” y “malo”; así, la genealogía de la prisión foucaultiana describe cómo la cárcel se convirtió en la forma moderna de castigo. Estas investigaciones han sido posibles porque
“si la objetividad se funda en la exclusión, las huellas de esta exclusión estarán siempre presentes de un modo u otro. Lo que ocurre es que la sedimentación [naturalización, esencialización] puede ser tan completa, el privilegio de uno de los polos de la relación dicotómica tan logrado, que el carácter contingente de este privilegio, su dimensión originaria de poder, no resulta inmediatamente visible. [...] Las formas sedimentadas de la «objetividad» constituyen el campo de lo que denominamos «lo social». El momento del antagonismo, en el que se hace plenamente visible el carácter indecidible de las alternativas y su resolución a través de relaciones de poder es lo que constituye el campo de «lo político»”[65].
La distinción entre lo social y lo político es constitutiva del ser de lo social, pero el límite entre lo social y lo político se desplaza constantemente en cada sociedad histórica. Como la sociedad se constituye sobre la distinción, no es posible alcanzar una transparencia última, ya que siempre quedará un plus de opacidad inherente a toda relación social. “Una estructura dislocada es una estructura abierta, en la que la crisis puede resolverse en las más diversas direcciones. (...) Esto significa que la rearticulación estructural será una rearticulación eminentemente política”[66].
6. d. Historicidad
La realidad es un sistema de significación producido por la praxis, es una construcción social y como tal, está siempre sujeta a condiciones históricas de emergencia, las que son siempre contingentes[vi]. Tanto los objetos como los sujetos sociales son realidades signadas por una radical historicidad y, en consecuencia, su ser no puede derivarse necesariamente ni de la estructura (como pretenden los estructuralistas y deterministas) ni de un sentido objetivo de la historia (como pretenden los marxistas)[vii]. Todo sentido histórico remite a una facticidad originaria.
7. Subordinación, opresión, dominación: la revolución democrática
Foucault ya había mostrado que donde hay poder, hay resistencia; sin embargo, las formas de resistencia pueden ser variables y sólo en ciertos casos adoptan carácter político y se constituyen en luchas encaminadas a finalizar con una relación de opresión o dominación. La política concebida como una praxis que crea, reproduce y transforma las relaciones sociales, no puede localizarse a un nivel determinado de lo social, puesto que el problema político es el problema de institución de lo social, de la definición y articulación de las relaciones sociales en un campo surcado por antagonismos. La política es “un tipo de acción cuyo objetivo es la transformación de una relación social que construye a un sujeto en relación de subordinación”[67]. El problema central de la política es, entonces, “cuáles son las condiciones discursivas de emergencia de una acción colectiva encaminada a luchar contra las desigualdades y a poner en cuestión las relaciones de subordinación”. Dicho de otro modo, el problema central es: “en qué condiciones una relación de subordinación pasa a ser una relación de opresión y se torna, por tanto, en la sede de un antagonismo”[68].
Para comprender el significado de estas preguntas, es necesaria una definición terminológica:
“Entenderemos por relación de subordinación –dicen Laclau y Mouffe- aquélla en la que un agente está sometido a las decisiones de otro -un empleado respecto a empleador, por ejemplo, en ciertas formas de organización familiar, la mujer respecto al hombre, etc.- Llamaremos, en cambio, relaciones de opresión a aquellas relaciones de subordinación que se han transformado en sede de antagonismos. Finalmente, llamaremos relaciones de dominación al conjunto de aquellas relaciones de subordinación que son consideradas como ilegítimas desde la perspectiva o el juicio de un agente social exterior a las mismas –y que pueden, por tanto, coincidir o no con las relaciones de opresión actualmente existentes en una formación social determinada”[69].
¿Cómo a partir de las relaciones de subordinación se constituyen las relaciones de opresión? La subordinación establece un conjunto de posiciones diferenciadas (positivas y plenamente constituidas) entre agentes sociales y tiende a eliminar todo antagonismo, excluyendo toda relación equivalencial entre las demandas. En un sistema tal, el antagonismo sólo podrá emerger en la medida en que sea subvertido el carácter diferencial positivo de una posición subordinada, lo cual sólo es posible si el discurso de la subordinación es interrumpido por la presencia de un exterior discursivo. Las condiciones que harán posible la lucha contra los diferentes tipos de desigualdad sólo existirán a partir del momento en que el discurso democrático esté disponible para articular las diversas formas de subordinación. Para que ello ocurra fue necesario que primero se hubiese impuesto el principio democrático de libertad e igualdad, constituyéndose en el punto nodal de lo político. Esta mutación, a la que Tocqueville llama “revolución democráctica”[70], se produjo hace 200 años y ha sido decisiva en la transformación del imaginario político. Esa ruptura, simbolizada por la Declaración de Derechos del Hombre, proporcionó las condiciones discursivas que permitieron cuestionar la ilegitimidad de las diferentes formas de desigualdad, haciéndolas equivalerse como formas de opresión. Así, esta fuerza subversiva profunda del discurso democrático, constituyó el fermento para las diversas formas de lucha contra la subordinación. Para Laclau y Mouffe, las reivindicaciones socialistas deben ser vistas como un momento interior de la revolución democrática y no como una esfera discontinua e incluso opuesta a ella.
En consecuencia, para Laclau, “una alternativa de izquierda” sólo puede consistir en la construcción de un sistema de equivalencias distintas, que establezca la división social sobre una base diferente. Pero esta política debe ubicarse plenamente en el campo de la Revolución Democrática y expandir las cadenas de equivalencias entre las distintas luchas contra la opresión. La izquierda no puede renegar de la ideología liberal democrática sino profundizarla y expandirla en dirección a una democracia radicalizada y plural. Sobre esta base, Laclau pone en cuestión el concepto clásico de revolución, ya que está calcado sobre el molde del imaginario jacobino y es el núcleo último de una fijación esencialista[71]. No habría nada que objetarle si por tal se entendiera la sobredeterminación de un conjunto de luchas en un punto de ruptura política, pero implica el carácter fundacional del hecho revolucionario, la institución de un punto de concentración del poder a partir del cual la sociedad podía ser reorganizada racionalmente. Esta perspectiva es incompatible con la pluralidad y la apertura que requiere una democracia radicalizada.
“La precariedad de toda equivalencia exige que ella sea complementada-limitada por la lógica de la autonomía. Es por eso que la demanda de igualdad no es suficiente; sino que debe ser balanceada por la demanda de libertad, lo que nos conduce a hablar de democracia radicalizada y plural”[72].
En las décadas recientes se ha puesto de manifiesto una conciencia creciente de los límites de la modernidad, la que se expresó centralmente alrededor de los aportes de los filósofos “postmodernos”[73]. Se han puesto en evidencia los límites de la razón ilustrada (insuperablemente atada a los conceptos de esencia, fundamento, totalidad, necesidad), el descreimiento de los ideales de transformación revolucionaria de la realidad social y la crisis de la noción de vanguardia cultural. Laclau se propone demostrar que estos acontecimientos abren posibilidades inéditas para una crítica radical de toda forma de dominación, porque el proyecto emancipatorio ya no requiere una razón-como-fundamento[74].
Conclusión
Laclau y Mouffe coinciden con Rancière en varios puntos: dejan de lado los conceptos de la tradición marxista aceptados por la Escuela de Frankfurt, y el concepto de poder utilizado por Foucault y Deleuze; rescatan el concepto de política, liberándolo de los límites a los que fue reducido por la tradición del liberalismo como por la marxista; oponen la política emancipatoria a las relaciones de dominación. En todos estos aspectos, la obra de Laclau y Mouffe puede ser vista como una continuación y una complementación de la obra de Rancière. No obstante, los primeros avanzan en la profundización teórica y conceptual más allá de los resultados alcanzados por el último.
Con el fin de precisar el concepto de la política, Laclau y Mouffe rescatan elementos de la lingüística, del estructuralismo, del marxismo, de la historia, del psicoanálisis y de la tradición política democrática. Ello les ha permitido enriquecer el marco teórico con categorías provenientes de diferentes disciplinas como las de discurso, dislocación, antagonismo, hegemonía, significantes vacíos, etc. Tales conceptos crean las condiciones para la descripción y la comprensión de problemas tales como las crisis estructurales, el objeto de la política, el surgimiento de nuevos sujetos, la igualación de las condiciones sociales y la dominación. Como Foucault y Rancière, Laclau sostiene que los sistemas sociales resultan de una articulación contingente de cadenas de equivalencias entre las prácticas diversas. Al explicar la lógica de la articulación y la política como hegemonía, Laclau y Mouffe superan los desarrollos previos de la filosofía y teoría políticas (incluido Rancière). Para Laclau, la lógica capaz de responder a los problemas surgidos en la modernidad no es ni dialéctica pero tampoco nietzscheana. Se trata de una lógica hegemónica, la que requiere que las particularidades aparezcan como encarnación del universal. Sin embargo, como se verá en el próximo capítulo, lo universal sólo puede encarnarse en un particular que asume la representación del universal. La teoría de la hegemonía hace posible el desarrollo de la comprensión de la lógica que gobierna los procesos políticos.
Profundizando el camino iniciado por Rancière, Laclau y Mouffe desarrollan la lógica propia de los sistemas de diferencias o “policía” y la lógica propia de las relaciones de equivalencia o lógica “política”. Estos desarrollos teóricos permiten además cuestionar los conceptos de fundamento, de totalidad (sistémica o dialéctica), de esencia, de contradicción y de sujeto substancial. Sin agotarse en la actitud crítica los aportes teóricos de estos autores contribuyen a caracterizar las relaciones sociales de otro modo, resumiendo sus resultados en los siguientes rasgos: contingencia, articulaciones de fuerzas, primacía de la política e historicidad.
Finalmente, las investigaciones de Laclau y Mouffe hacen posible una conceptualización nueva de la dominación. Como Rancière, la dominación es definida en oposición a la política (emancipatoria) e identificándola con la estructura diferencial, con el sistema corporativo-policial, pero a diferencia del pensador argelino se logra definir y precisar con mayor rigor las características propias de cada una de estas relaciones. Las relaciones de dominación se definen como un tipo específico de relaciones de subordinación: aquellas que se han convertido en relaciones de opresión y en sede de antagonismos. Toda relación de dominación implica, en consecuencia (como ya había señalado Foucault), una resistencia, un contra poder, una lucha contra. No hay, por tanto, dominio natural, sino que toda relación de dominación es histórica, es una construcción social particular. Sin embargo, la dominación supone también la irrupción de un elemento “universal”: el imaginario democrático y el ejercicio político emancipatorio.
NOTAS FINALES:
[1] Laclau, E.: La razón populista, Buenos Aires, F. C. E., 2005, p. 91.
[2] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: Hegemonía y estrategia socialista, Madrid, Siglo XXI, 1987, p. 124.
[3] “Por discurso no entendemos algo esencialmente restringido a las áreas del habla y la escritura, sino un conjunto de elementos en el cual las relaciones juegan un rol constitutivo. Esto significa que esos elementos no son preexistentes al complejo relacional, sino que se constituyen a través de él. Por lo tanto «relación» y «objetividad» son sinónimos” (Laclau, E.: 2005, p. 92).
[4] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: Postmarxismo sin pedido de disculpas, en Laclau, E.: Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1993, p.116.
[5] El concepto de discurso parece tener aquí el mismo significado que el concepto de lenguaje en Gadamer: “el ser que puede ser comprendido es lenguaje” (Gadamer, H. G.: Verdad y Método I, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1996, p. 567).
[6] Cfr. Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, p. 128.
[7] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1993, p. 119.
[8] Cf. Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, pp. 132 ss.
[9] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1993, p. 115.
[10] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1993, pp. 116-7. Énfasis nuestro.
[11] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, p. 123.
[12] “En nuestra perspectiva no existe un más allá del sistema de diferencias, ningún fundamento que privilegie a priori algunos elementos del todo por encima de los otros. Cualquiera que sea la centralidad adquirida por un elemento, debe ser explicada por el juego de las diferencias como tal” (Laclau, E.: 2005, p. 93. Énfasis nuestro).
[13] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1993, p. 124.
[14] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1993, pp. 124-27. Énfasis nuestro.
[15] Cfr. Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, pp. 124-25.
[16] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, p. 127.
[17] Por esta razón, para Laclau, “la dialéctica de Hegel nos da herramientas ontológicas sólo parcialmente adecuadas para determinar la lógica del vínculo hegemónico. La dimensión contingente de la política no puede pensarse dentro de un molde hegeliano” (Laclau, E.: Identidad y hegemonía: el rol de la universalidad en la constitución de lógicas políticas, en Butler, J. et alia: Contingencia, hegemonía y universalidad, Buenos Aires, F. C. E., 2003, p. 70).
[18] Cfr. Dislocación y capitalismo, en Laclau, E.: 1993: pp. 58 ss.
[19] Gorlier, J. C.: El constructivismo y el estudio de la protesta social, en Cuadernos de Investigación de la Sociedad Filosófica Buenos Aires, Número 4, Junio de 1998, p. 32.
[20] [Nota nuestra] Cf. Žižek, S.: 2001, p. 198.
[21] Gorlier, J. C.: Op. Cit., p. 32.
[22] Laclau, E.: 1993, p. 57.
[23] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, p. 107.
[24] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, pp. 110-11.
[25] Cf. Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, p. 105.
[26] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, p.119.
[27] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, p.130. Cursivas de los autores.
[28] Cf. Marx, K.: Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Introducción, Barcelona, Editorial Planeta-De Agostini, 1993, pp. 83-4.
[29] Como Foucault, Laclau piensa que el poder es una relación entre fuerzas desiguales y que si hubiese un “poder total” ya no sería poder.
[30] Laclau, E. en Butler, J. et alia: 2003, p. 60. Énfasis nuestro.
[31] Laclau, E. en Butler, J. et alia: 2003, p. 61. Cursivas en el original.
[32] Laclau, E. en Butler, J. et alia: 2003, p. 63. Énfasis nuestro.
[33] “Como esta total coincidencia de lo universal con lo particular es en última instancia imposible –dada la deficiencia constitutiva de los medios de representación- siempre quedará un residuo de particularidad”. (Laclau, E. en Butler, J. et alia: 2003, p. 62).
[34] Laclau, E. en Butler, J. et alia: 2003, p. 61.
[35] Laclau, E. en Butler, J. et alia: 2003, p. 62. Cursivas en el original. Cf. Laclau, E.: 2005, pp. 125-6.
[36] Laclau, E. en Butler, J. et alia: 2003, p. 63. Cursivas en el original. Cf. Laclau, E.: 1996, p. 160.
[37] Laclau, E. en Butler, J. et alia: 2003, p. 56. Énfasis nuestro.
“Lo universal es un lugar vacío, una falta que sólo puede llenarse con lo particular, pero que, a través de su misma vacuidad, produce una serie de efectos cruciales en la estructuración/desestructuración de las relaciones sociales. En este sentido es un objeto imposible a la vez que necesario” (Op. Cit.: p. 64).
[38] Žižek, S.: 2001, p. 114. Énfasis nuestro.
[39] Laclau, E.: 2005, p. 94. Énfasis en el original, subrayados nuestros.
[40] Laclau y Mouffe llaman sistema de diferencias a esta totalidad diferencial. El “sistema de diferencias” se identifica con el “sistema institucional” (cf. Laclau, E.: 2005, p. 225) y con lo que J. Rancière llama “policía”.
[41] “Por lo tanto, tenemos dos formas de construcción de lo social: o bien mediante la afirmación de la particularidad —en nuestro caso, un particularismo de las demandas—, cuyos únicos lazos con otras particularidades son de una naturaleza diferencial (como hemos visto: sin términos positivos, sólo diferencias), o bien mediante una claudicación parcial de la particularidad, destacando lo que todas las particularidades tienen, equivalentemente, en común. La segunda manera de construcción de lo socia1 implica el trazado de una frontera antagónica; la primera, no. A la primera manera de construcción de lo social la hemos denominado lógica de la diferencia, y a la segunda, lógica de la equivalencia” (Laclau, E.: 2005, pp. 103-4). Énfasis en el original.
[42] Žižek cuestiona en este punto la posición de Laclau por quedar atrapada en los supuestos dualistas de origen kantiano, que determinan un resultado abstracto e insuficiente, conduciéndolo por un camino que Hegel llamaba del “infinito malo”. Cf. Žižek, S.: 2001, pp. 192-3, y Žižek, S.: ¿Lucha de clases o posmodernismo? ¡Sí, por favor!, en Butler, J. et alia: 2000, pp. 121 ss.
[43] Laclau llama “campo de la representación” a lo que Žižek denomina “orden simbólico”.
[44] Laclau, E.: 2005, pp. 94-5. Énfasis en el original, subrayados nuestros.
[45] Laclau y Mouffe sugieren que esto puede vincularse con la noción de crisis orgánica en Gramsci y también, con el concepto de “crisis” en la ciencia de T. Kuhn.
[46] Laclau, E.: 2005, p. 95. Énfasis en el original, subrayados nuestros.
[47] Laclau, E.: 2005, p. 95. Énfasis en el original, subrayados nuestros.
[48] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, p. 131.
[49] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, pp.145-46.
[50] Laclau, E.: 1993, p. 26.
[51] Laclau, E.: 1993, p. 72.
[52] Laclau, E.: 1993, p. 34.
[53] Ibídem.
[54] Laclau, E.: 1993, p. 44.
[55] Laclau, E.: 1993, p. 39.
[56] Laclau, E.: 1993, p. 45. Énfasis nuestro.
[57] Laclau, E.: 1993, p. 46.
[58] Ibídem. Cfr. Labourdette, S.: Política y poder, Buenos Aires, A-Z Editora, 1993.
[59] Laclau, E.: 1993, p. 47.
[60] Laclau, E.: 1993, p. 48.
[61] Laclau, E.: 1993, p. 48.
[62] Laclau, E.: 1993, p. 48.
[63] Laclau, E.: 1993, p. 50.
[64] Laclau, E.: 1993, p. 51.
[65] Laclau, E.: 1993, pp. 50-1. Cursivas del autor, corchetes nuestros. Siguiendo los desarrollos de A. Gramsci, Laclau sostiene que “la sociedad civil está constituida como un espacio político” (Laclau, E. en Butler, J. et alia: 2003, p. 56).
[66] Laclau, E.: 1993, p. 66.
[67] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, p. 171.
[68] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, p. 172. Énfasis nuestro.
[69] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, p. 172. Énfasis en el original.
[70] Tocqueville señala que “no es posible concebir a los hombres como eternamente desiguales entre sí en un punto e iguales en otros; en cierto momento, llegarán a ser iguales en todos los puntos”.
[71] Žižek advierte en este punto que Laclau tiene una posición “reformista” y que termina por negar la posibilidad de la revolución entendida como una transformación global del sistema: acepta el capitalismo como única opción con la consiguiente pérdida de la alternativa socialista y la “renuncia a todo intento real de superar el régimen capitalista liberal existente” (Cf. Žižek, S.: ¿Lucha de clases o postmodernismo?.. en Butler, J. et alia: 2003, pp. 97-8 y 101)
[72] Laclau, E.-Mouffe, Ch.: 1987, p. 207.
[73] En diferentes lugares, Žižek critica la posición política “postmoderna” que acepta las condiciones impuestas por el sistema económico y desarrolla estrategias de lucha dentro de él. Al respecto, escribe: “la política postmoderna implica un repliegue teórico del problema [económico] de la dominación [de clase] dentro del capitalismo”. Y más adelante agrega: “La política postmoderna definitivamente tiene el gran mérito de que «repolitiza» una serie de ámbitos anteriormente considerados «apolíticos» o «privados»; lo cierto es, sin embargo, que no repolitiza de hecho el capitalismo, ya que la noción y la forma misma de «lo político» dentro del cual opera se funda en la «despolitización» de la economía. (…) La política postmoderna actual de subjetividades múltiples no es precisamente lo suficientemente política, en la medida en que presupone calladamente un sistema «naturalizado» no tematizado de las relaciones económicas” (Žižek, S. en Butler, J. et alia: 2003: pp. 104, 106 y 117).
[74] El argumento de Laclau se desarrolla en tres pasos: (1) Demostrar que la negatividad es constitutiva de la sociedad y que, por lo tanto, es imposible que la estructura social se constituya como una positividad y como un objeto legítimo de ciencia. (2) El análisis del fenómeno de la dislocación en el capitalismo evidencia la historicidad de toda realidad social. (3) Evidenciar el carácter discursivo (socialmente construido) de la verdad, lo que posibilita una nueva libertad frente al objeto.
[i] Ernesto Laclau se graduó en Historia en la Universidad Nacional de Buenos Aires, colaborando con Gino Germani y José Luis Romero. Militó en la izquierda nacional de Jorge Abelardo Ramos hasta el año 1969 en que se radicó en Europa, tras una invitación del historiador Eric Hobsbawn, doctorándose en la Universidad de Oxford. Actualmente desempeña como profesor de Teoría Política en la Universidad de Essex (GranBretaña) y en la Universidad Estatal de Nueva York (Estados Unidos).
Entre sus obras se destacan Política e ideología en la teoría marxista (1977); Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia (en coautoría con Chantal Mouffe -1985-); Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo (1990); Hegemonía, contingencia y universalidad (en coautoría con Judith Butler y Slavoj Žižek -2000-) La razón populista (2005).
[ii] “El campo de las identidades sociales no es un campo de identidades plenas sino el de un fracaso. [...] Toda identidad es dislocada en la medida en que depende de un exterior que, a la vez que la niega, es su condición de posibilidad. Pero esto mismo significa que los efectos de la dislocación habrán de ser contradictorios. Si por un lado ellos amenazan las identidades, por el otro están en la base de la constitución de identidades nuevas” (Laclau, E.: 1993, p. 55). “Entender la realidad social no consiste en entender lo que la sociedad es sino aquello que le impide ser” (Laclau, E.: 1993, p. 61. Cursivas del autor).
[iii] Laclau advierte que el análisis de Rancière se “acerca mucho” al suyo en dos aspectos: 1) En su insistencia en que una parte funciona, al mismo tiempo, como un todo; es decir, el desnivel inherente a toda operación hegemónica. 2) En la conceptualización de una clase que no es una clase, “que tiene como determinación particular algo del carácter de una exclusión universal –del principio de exclusión como tal-” (Laclau, E.: 2005, p. 305).
[iv] Escribe Laclau: “Lo universal no tiene contenido propio, sino que es una plenitud ausente o, más bien, el significante de la plenitud como tal, de la idea misma de plenitud; lo universal sólo puede emerger a partir de lo particular, ya que es sólo la negación de un contenido particular lo que transforma a ese contenido en el símbolo de una universalidad que lo trasciende; (3) puesto, sin embargo, que lo universal es un significante vacío, qué contenido particular va a significar a aquél es algo que no puede determinarse ni por un análisis de lo particular ni por un análisis de lo universal en cuanto tales” (Laclau, E.: Emancipación y diferencia, Buenos Aires, Ariel, 1996, pp. 33-4).
[v] A continuación, Laclau resume su argumentación sobre este punto en los siguientes términos: “(1) en el Prefacio [a la Contribución a la crítica de la economía política] Marx presenta, por un lado, una teoría de la historia basada en la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción -una contradicción sin antagonismo- y, por el otro, una descripción que presupone la naturaleza antagónica de las relaciones de producción en las sociedades de clase; (2) que la coherencia lógica de su esquema depende, por consiguiente, de la posibilidad teórica de integrar teóricamente el antagonismo a su teoría más general del cambio histórico; (3) que una solución inicial consistiría en reducir el antagonismo a contradicción, ya que en tal caso aquél estaría integrado a la dinámica de la interacción conceptual entre fuerzas productivas y relaciones de producción, pero que esta reducción es imposible; (4) que otro medio de recuperación conceptual consistiría en mostrar que el antagonismo, si bien no es contradictorio, es sin embargo inherente a las propias relaciones de producción y está por lo tanto sometido a las leyes de movimiento que regulan la transformación de estas últimas. Sin embargo, como hemos visto, el antagonismo no puede ser reintegrado de este modo: él establece, por el contrario, las condiciones de un «exterior» permanente. Pero, en tal caso, si la historia aparece confrontada con un exterior permanente, el resultado de los distintos antagonismos dependerá de relaciones contingentes de poder entre fuerzas que no pueden ser sometidas a ningún tipo de lógica unificada. De este modo se disuelve el racionalismo del Prefacio y su intento de reducir el proceso histórico a una estructura que sería, en la última instancia, inteligible” (Ibídem).
[vi] “El punto final que hace posible un intercambio fructífero entre la teoría lacaniana y el enfoque hegemónico de la política es que, en ambos casos, cualquier forma de no fijación, el desplazamiento trópico y similares, está organizada alrededor de una falta original que, a la vez que impone una tarea extra a todos los procesos de representación, también abre, en la medida en que esa tarea dual no puede sino finalmente fracasar en su intento de sutura, el camino a una serie indefinida de sustituciones que son el fundamento mismo de un historicismo radical” (Laclau, E. en Butler, J. et alia: 2003, p. 77. Énfasis nuestro).
Žižek cuestiona en este punto lo que considera un ejemplo de una postura formalista kantiana y una errónea interpretación del pensamiento de Lacan, oponiendo al “mal infinito” kantiano la noción hegeliana del “universal concreto”. Sostiene que lo universal difiere de lo infinito en este sentido, que todo llega a un fin aunque éste resulte siempre insuficiente y necesite trasladarse a otro nivel.
“De modo que Lacan es el opuesto mismo del formalismo kantiano (si por éste entendemos la imposición de un marco formal que sirve como a priori de su contenido contingente): Lacan nos obliga a tematizar la exclusión de algún contenido traumático que es constitutivo de la forma universal vacía. Hay espacio histórico sólo en la medida en que este espacio está sostenido por alguna exclusión más radical (o, como habría dicho Lacan, forclusión). De modo que deberíamos distinguir entre dos niveles: la lucha hegemónica por la cual el contenido particular hegemonizará la noción universal vacía y la imposibilidad más fundamental que vuelve vacío al universal, y por ende, un terreno para la lucha hegemónica” (Cf. Žižek, S. en Butler, J. et alia: 2003, pp. 106-7 y 120-1).
[vii] “Lo que es importante es romper la falsa alternativa «trascendentalismo ahistórico/historicismo radical». Ésa es una alternativa falsa, pues cada uno de sus términos incluye al otro y, finalmente, enuncian lo mismo. Si yo digo que lo que vale es el historicismo radical, necesitaremos algún tipo de metadiscurso que atraviese la historia para especificar las diferencias entre las distintas épocas. Si yo digo que lo que vale es el trascendentalismo riguroso, tendrá que aceptar la contingencia de una variación empírica que sólo se puede entender en términos historicistas. Sólo si acepto plenamente la contingencia e historicidad de mi sistema de categorías, pero renuncio a todo intento de comprender el significado de su variación histórica conceptualmente, podré comenzar a salir de ese callejón sin salida. Obviamente, esa solución no suprime la dualidad trascendentalismo/historicismo, pero al menos introduce una cierta souplesse y multiplica el número de juegos de lenguaje que se pueden jugar dentro de ella. Hay un nombre para un saber que opera en estas condiciones: finitud” (Laclau, E., en Butler, J. et alia: 2003, p. 203).